Compartimos un ritual nocturno, tú y yo.
Se repite noche tras noche y no termina hasta que amanece. Algunas veces empieza a las once, otras abro los ojos de golpe a las cuatro de la madrugada al percibir tu presencia junto a mí en la cama.
No te preocupa despertarme de improviso o robarme horas de descanso. Tampoco te importa cuando soy yo la que llega tarde. No te ofendes ninguna de las veces en que intento evitarte. Vienes tenga yo los ojos abiertos o cerrados; vendrías aunque yo sólo durmiese de día. La noche en el fondo es para ti una formalidad. Nunca faltas a tu cita.
La caricia siempre empieza tan suave que creo habérmela imaginado. Justo cuando me doy cuenta de que no es así, sin falta, es cuando siento tus dedos enredándose en mi pelo. Despacio, las puntas colándose entre los mechones hasta dar con el cuero cabelludo. Se toman su tiempo. Hay noches en que luego bajan por mi cuello, posándose en mi nuca, y finalmente recorren mi espalda. Lo noto da igual cuántas capas de ropa lleve.
Nunca haces nada más. Sólo percibo tus uñas rastrillando mi cráneo despacio y en círculos, con suavidad; luego tus nudillos torciendo los mechones para formar rizos, entonces las yemas a lo largo de mi piel. Cuando se están quietos tus dedos tamborilean levemente, en un ritmo que no logro descifrar si encierra ternura o una amenaza porque están terriblemente fríos. Así cada hora, cada minuto, hasta que llega el alba y me doy cuenta de que ya no estás ahí.
Hoy es una noche de invierno. Quedan todavía muchas horas hasta la salida del sol.
Normalmente finjo que duermo. En ocasiones, cuando casi lo consigo, imagino sin querer que cierras los dedos en torno a mi garganta y el miedo me catapulta a la vigilia. A veces el cansancio me atrapa sin que lo advierta y despierto con un respingo, creyendo tener un filo clavado entre las costillas, hasta que percibo tus caricias de nuevo, imposiblemente gélidas, y me doy cuenta de que no ha sido más que un sueño.
A veces, para no enloquecer, imagino que te oigo respirar.
Nunca intercambiamos una sola palabra. Sé que no tiene sentido pedirte que pares. Sé que seguirás haciéndolo cada noche aunque te grite, aunque te lo suplique, aunque me vaya al sofá del salón a dormir o me mude. Lo sé porque ya he intentado todas esas cosas.
Hace mucho tiempo que no me molesto en girarme. Sé que cuando me dé la vuelta la cama estará vacía. Sé que debería estar a solas en la habitación y en la casa.
Nunca haces nada más. Pero cada noche, al acostarme, me enfrento al terror de si será hoy cuando cambies de idea. Si hoy finalmente será diferente.
Nunca haces nada más. Pero cada noche, al acostarme, me enfrento al terror de si será hoy cuando cambies de idea. Si hoy finalmente será diferente.
Normalmente finjo que duermo.
Temo que si hago otra cosa tú también la hagas.
Temo que si hago otra cosa tú también la hagas.