Cuando advertimos su presencia, nos acurrucamos temblando bajo las
sábanas empapadas de miedo. Con sus pezuñas rompe el obligado silencio y
se aproxima por el pasillo aplastando nuestro valor. Sus pisadas se detienen
frente a la puerta entreabierta. Una noche más, el terror interrumpe nuestro
descanso y sabemos que no existe escapatoria. Nos olfatea llenando sus
pulmones de aterrorizada inocencia. Antes de entrar, la luz del exterior
proyecta su sombra agigantada y lo invade todo. Su respiración agitada golpea
nuestros oídos mientras avanza serpenteando con su deseo entre las camas.
Hasta tener la certeza de que ha escogido una nueva víctima, permanecemos
agazapados en la oscuridad conteniendo la respiración. Se nos escapa un
suspiro de alivio al oír cómo se aleja. Entonces, con la cabeza escondida bajo
la almohada, intentamos conciliar el sueño para evitar escuchar el llanto y el
dolor del elegido.
Todos somos conscientes de su extrema crueldad y de su ilimitado
poder. Es imposible escapar de la bestia cuando clava su crucifijo sobre tu
espalda.