Las luces de la calle se apagaron detrás de mí. Sabía que algo andaba mal desde que me levanté y
mi gato me arañó cuando traté de acariciarlo. No debí ir al trabajo, tampoco quedarme hasta tarde.
Aceleré el paso. Mi corazón se agitó, sentí que podía sufrir un ataque cardiaco en cualquier
momento. Era martes y se respiraba una soledad que no concordaba con la euforia y viveza de la
ciudad. No había gente dando paseos nocturnos ni ladridos de perros. Me detuve algunos
segundos para recuperar el aliento.
Debía calmarme, en quince minutos llegaría a casa. Giré levemente la cabeza y ahí estaba,
a unos cuantos metros de mí. Iba completamente de negro y ocultaba el rostro en una mata de
cabello larga y oscura. Aún así, sé que me veía. Sentí sus ojos sobre mis pasos. ¿Qué quería de
mí? No tenía nada de valor, apenas me alcanzaba para estudiar y pagar la renta.
Intenté gritar pero no tenía voz, hay algo en la oscuridad que enmudece. ¿Era la muerte
que venía por mí? Giré en la esquina de la Calle del Pez hacia Molino de Viento. Contemplé la
única luz que había. Provenía de la Lamucca de Pez. En un impulso por sobrevivir logré llegar a
la puerta del restaurante.
Una mujer joven me guió hacia una mesa cuya ventana daba a la plaza. Traía lo justo para
el resto de la semana pero sentía demasiado miedo para irme pronto. Pedí un vino bodeguero y
una ensalada. No había comido desde el desayuno. Recordé cuando mi padre me suplicó que lo
pensara dos veces antes de irme. Era cierto, en Madrid no tenía nada más que la promesa de un
futuro y a un gato que había llegado solo. En México estaba el resto de mi vida, mis amigos, mis
padres y Ernesto. Ernesto, ¿hace cuánto no hablaba con él?
Por un momento, la tristeza me invadió. De verdad lo echaba de menos. Respiré
profundamente, rogué al cielo que me dejara vivir para pedirle perdón. Alcé la mirada y una ola
de escalofríos me recorrió el cuerpo. Ahí seguía. Tragué saliva y busqué mi teléfono. Mis manos
temblaban pero logré calmarme. Tenía trece llamadas perdidas de mamá. ¿Qué quería a esa hora?
Intenté marcarle pero mi saldo se había agotado. Todo parecía una enorme conspiración para
joderme la vida.
Una mano en mi hombro interrumpió mis pensamientos. Me sobresalté y accidentalmente
derramé el vino sobre la mesa. La mesera se disculpó por incomodarme pero ya iban a cerrar. Me
levanté temblando, pagué y salí por la puerta que daba a la calle. Caminé algunos metros y la
poca tranquilidad que había reunido se fue en un instante.
Ahí estaba de nuevo aquel hombre. Dio unos pasos al frente y entonces pude reconocerlo,
era Ernesto. Caí de espaldas, mi teléfono volvió a timbrar y como pude respondí. –Ernesto murió
–dijo mamá. Rompí en llanto y cuando alcé la vista, él ya se había ido.