Yolanda era joven y estaba recién casada con mi abuelo. Vivían en una casa
antigua en las montañas. El caserío más cercano quedaba a cinco horas a caballo
bajando por un camino real de esos empedrados que construyeron los indígenas.
Una lluviosa tarde de domingo, ella estaba sentada tejiendo frente a la ventana,
esperando que él regresara después de haber bajado a vender dos bultos de maíz
que llevaba a la plaza de mercado cada ocho días para conseguir el sustento. El
problema era que después de comprar las cosas que mi abuela le encargaba, iba
a la cantina a beber aguardiente hasta la medianoche. Solía emborracharse
confiado en que su caballo lo trajera de vuelta. Ese día en particular, ella estaba
preocupada porque había una fuerte tormenta y al caer la noche, sin luna, el
camino se hacía peligroso. Sentada frente a la ventana, meciéndose de vez en
cuando, observaba la lluvia caer con truenos y relámpagos que la dejaban sin
aliento. Silbaba el viento indolente mientras mecía las gruesas ramas de las
acacias que rodeaban su refugio. Adentro, se sentía humedad y un frío
penetrante. La única luz provenía de una lámpara de gasolina con escaso
combustible. Ya no podía seguir tejiendo así que la apagó, cerró los ojos para orar
y se recostó intranquila. La lluvia cesó pasado un tiempo, y mi abuela escuchó los
cascos sobre las piedras y al caballo relinchar a lo lejos. Bajó corriendo, encendió
nuevamente la lámpara y al asomarse por la puerta, la densa niebla no le permitía
ver más de dos metros, pero escuchaba cada vez más cerca al caballo. Vislumbró
entre la niebla y la penumbra la silueta de un jinete a quien no conocía.
–Buenas noches señora, –dijo el hombre mientras bajaba lentamente del caballo y
se quitaba un sombrero blanco.
– ¿Puedo pasar la noche aquí? La tormenta me ha retrasado.
Mi abuela no podía dejar de mirar al hombre. Era muy apuesto, vestía
elegantemente y no estaba mojado. Lo dejó pasar y cerró la puerta tras él. Colocó
la lámpara sobre la mesa, caminó hasta la cocina para encender el fogón de leña
y preparar una bebida caliente ya que hacía mucho frío. Al encender un fósforo
sintió un fuerte olor a azufre. Volteó a mirar y el hombre venía caminando hacia
ella pero su cuerpo mutaba. Su cara era demoníaca, tras su espalda se abrieron
unas alas de plumas negras, empezaron a salirle cachos y una larga cola que
batía como látigo. En ese momento Yolanda despertó aterrada. Ya no llovía,
estaba oscuro y frío. “Qué horrible pesadilla he tenido”, pensó ella. Al instante
golpearon la puerta. Bajó corriendo a abrir y cuando lo hizo, ahí al frente suyo
estaba el caballo y el jinete de sombrero blanco. Cerró la puerta con candado y se
puso de rodillas a rezar. Cuando el abuelo regresó, toda la casa olía a azufre, no
había nadie. Sobre la mesa, un raro sombrero parecía reírse a carcajadas.