Los cinco soldados supervivientes vislumbraban ya la salida de aquel bosque raquítico. En su desesperada y animal carrera las ramas de esos malignos árboles habían desgarrado sus jubones y camisas. Los relucientes cascos hacía kilómetros que no coronaban sus orgullosas cabezas. La cruz de Borgoña que ondeaba al viento de los Países Bajos solo unas horas antes, yacía inerte y ajironada en mitad de aquella oscura muralla arbórea.
Sus corazones a punto de estallar, sus músculos aguijoneados por los calambres… Sus pulmones buscaban desesperados el gélido aire que parecía cristalizar en sus tráqueas. Cuando los hombres llegaron a la linde del bosque eran ya solo cuatro. Cuatro valientes y experimentados soldados del Tercio Viejo que no retrocedían ante hombre alguno. Pero eso que venía horas persiguiéndoles no era hombre ni bestia. Una figura negra de largos miembros, rodeada de una luminiscencia contra natura, se acercaba a ellos, implacable y silenciosa, desde lo profundo del bosque.
Al salir del bosque la brumosa noche se presentó ante los soldados brillando con una claridad espectral. Frente a ellos, irguiéndose en el centro de otro de los innumerables canales que jalonaban el país, se destacaba una torre puntiaguda que parecía señalar hacia las invisibles estrellas como un dedo infernal. Su intenso color rojo refulgía cual antorcha en la oscuridad y ejercía un influjo imposible de resistir para los desesperados hombres.
A medio camino de la inconsciencia y casi sin aliento, los cuatro consiguieron encontrar la angosta lengua de tierra que les separaba de la siniestra torre. Con un esfuerzo sobrehumano traspasaron la entrada y subieron a empellones por la escalera de caracol. Subían y giraban y la escalera se estrechaba por momentos. Pronto sus cabezas rozaron el techo y sus hombros quedaron encajonados en el angosto pasillo. Los de retaguardia empujaban a los de vanguardia que se introducían cada vez más en la trampa. La oscuridad era completa. No había marcha atrás.
Ante la entrada de la torre esperaba inmóvil el ser que acosaba a los soldados. La fosforescencia que le cubría había desaparecido. Su cuerpo, más oscuro que la propia noche, irradiaba una calma tensa. Unos jirones de niebla se enrollaron en sus fibrosas piernas. Sus grandes ojos, tan rojos como la propia torre, centelleaban. Sus labios se adornaban con una siniestra sonrisa mientras una lengua larga y afilada los humedecía. Con movimientos ágiles y carentes de todo sonido audible, el ser traspasó el umbral de la torre y ascendió lentamente las escaleras dispuesto a devorar tanto los cuerpos como las almas de los desdichados soldados españoles, deleitándose a cada paso con el sufrimiento de sus presas. No tenía prisa pues su reino es la eternidad.
El silencio rodeaba la torre y la niebla danzaba lentamente sobre las tranquilas aguas del canal, hasta que unos sobrecogedores gritos humanos desgarraron la quietud nocturna, unos gritos que nadie escuchó…