La primera vez que le ocurrió pensó que se estaba muriendo. O tal vez que ya estaba muerta. Pero si estaba muerta no sentiría ese dolor atroz en la nuca. ¿O sí? ¿Sigue doliendo la muerte? Solo sabe que está tumbada boca arriba, que a su alrededor hay una oscuridad amarillenta y que un pitido irregular, acuciante, que no puede identificar, suena no muy lejos de ella. Piensa en mover la cabeza para tratar de identificar el lugar de donde proviene, pero le resulta imposible. Parece como si se la hubiesen cortado y ninguna orden llegase ya a la musculatura del cuello. Mientras, una figura que parece humana aunque cubierta con algo amplio y vaporoso se acerca. Le dice algo que no comprende y vuelve a desaparecer en la penumbra pálida. El pitido cesa. ¡Llámala! Piensa. Eso es, piensa, piensa en las palabras, pero ningún sonido sale de su garganta. Sí, esto debe de ser la muerte. Estás pero no puedes hacer nada. Oyes pero no puedes hablar. Pero, ¿y el dolor? Se pregunta. Siempre había oído que la parca es el fin de todos los sufrimientos. Sin embargo lo que ella siente en el cuello es una tortura, nunca ha sentido un suplicio semejante. Poco a poco toma conciencia de que está acostada sobre algo muy duro y frío. La penumbra va aclarándose poco a poco y su cabeza también. Ya sabe dónde está. Debajo de la cama del último cuarto de ese laberinto que es la casa conventual de Ambel, el antiguo palacio de los templarios. A pocos centímetros de su nariz tiene los desvencijados muelles sobre los que no se acostó anoche. Ahora recuerda. Desde hace una semana no se despierta en su cama, en su casa, en donde se echa a dormir cada noche. Sino debajo de esa cama en la que durmió una sola vez. Y dónde se prometió que nunca volvería después de pasar la noche en vela, temiendo que los sanguinolentos soldados medievales salieran de la pared en que estaban dibujados y le cortaran el miedo de un tajo. Sí, eso es. Una vez más está bajo la cama, sobre las frías baldosas de piedra. Ahora saldrá de allí, cogerá un autobús y volverá a Zaragoza, donde tendrá que dar explicaciones de porqué llega tarde a trabajar. Lleva haciéndolo una semana. Pero esta vez algo es diferente. Ese pitido. Otra vez ese pitido. Es irregular. Apremiante. Abre los ojos. El somier y el viejo colchón han desaparecido. Unas luces potentes le hacen volver a cerrar los ojos a tiempo de vislumbrar varias figuras difusas que se mueven apresuradas alrededor suyo. La luz se hace en su conciencia: la operación ha salido mal. El pitido es cada vez más fuerte, más perentorio. Y de pronto cesa, y con él, cesan el miedo y el sufrimiento.