¡Por fin mis vacaciones soñadas! Tengo once años y hace dos que les pido a mis padres que vengamos a Isla Negra, para mí Isla Ulises. En ella habita el pez negro de agua salada, una especie única en su fiereza y elegancia. He visto Isla Negra en mi atlas del mundo marino tantas veces, que me sé de memoria todos los recovecos en las laderas de la montaña. Bueno, no todos, y eso explica por qué quise venir: en todo este tiempo, aun con ayuda de mi padre, no he conseguido encontrar ni una foto de la ladera sur. Sé que las laderas este y oeste, al acercarse a la ladera sur, cambian a un verde más sombrío. Solo eso.
Desde siempre devoro libros de peces y cuentos mitológicos, me imagino buceando como un pececillo en un fondo de sirenas que me susurren cuentos maravillosos… así que me gusta pensar que aquí habitan las últimas sirenas que quedan en la tierra.
Hemos llegado hoy, tengo cinco días para encontrar mi tesoro y mañana ya cuenta como día dos. Mis padres odian las aventuras, no me dejarán acercarme a la zona sur. Están agotados del viaje, así que aprovecho y salgo. Llevo mi equipo de neopreno, tanza gruesa, una linterna y agua. Soy negra y ágil, y en minutos, pie ante pie y de memoria, he alcanzado el límite conocido: me he convertido en mi propia sombra.
Me encaramo al borde de lo desconocido y salto la última roca. El suelo es blando y húmedo. Enciendo la linterna, y escucho un ruido repentino a mi izquierda, algo se desliza rápido, me asusto. Veo un suelo blando y negro, mi corazón late desbocado, espero a que mis ojos se acostumbren a la oscuridad y comienzo a subir buscando un punto más alto: no me rajaré después de dos años. El sonido me sigue, se desdobla, parece ahora venir de todas partes, suena a mi espalda, suena a mis lados. Mis pies, en vez de secarse, parecen más enfangados. Decido dar la vuelta, camino un tiempo largo pero nunca llego al lugar donde he saltado. No escucho voces humanas, ni una luz en ningún lado, solo ese sonido viscoso cada vez más cercano, el fango ahora es pantano, el pantano es mar denso y helado, me doblo, mis piernas pegadas, unidas, mis pies se han vuelto blandos, ya no ando, repto, me hundo, nado… mis manos no son mis manos, mi pelo negro en algas enredado, el mar oscuro me rodea, los susurros se han vuelto cantos, me llaman, ¡saben cómo me llamo!, abro los ojos y un coro de sirenas negras me mira con ojos de tizón, me envuelve el espanto, ¡solo tengo once años!, me aterran sus cuerpos sombríos, sus brazos alados, su cabeza espinosa, sus dientes largos. Pero ¡es tan dulce su canto! Tan bello su silencio alado. Quizás, como Ulises, siempre busqué orden, siempre hui del caos. Ahora entiendo que yo, ¡yo las he llamado!