Cerdos y fantasmas.
—¿Abuela?
—Hola, Manuela —respondió la sombra—. Acércame aquel barreño con cuidado.
La imagen se alzaba deforme a cinco metros, conservaba el aspecto de signo de interrogación que el cuerpo de la anciana adoptó los últimos años. Las vecinas la apodaron Rubita por el color de su pelo, poco común en aquella parte del país de la que no se movió en toda su vida. Solía brillar tanto a la luz del sol que Manuela almacenaba su infancia sobre el destello de aquella cabeza dorada.
Aturdida por la visión inesperada, Manuela se dirigió sin rechistar al fondo de la habitación en busca del barreño. Un olor fuerte y familiar la sacudió, las manos de la joven se tiñeron del rojo que incendia la memoria.
—Abuela, esto es sangre.
—Pues claro, de la matanza de esta mañana. Esos cerdos no podían pedir más fuerte que los convirtiéramos en chorizos —rió la sombra.
Acostumbrada a la penumbra de aquella habitación situada en lo más alto de la casa, Manuela recordó a sus primas veinte años atrás, cuando jugaban libres entre gallinas y vacas. «Yo he visto el fantasma de un gato y un niño paseándose de lado a lado», dijo una vez la mayor de todas.
La sombra metió lo que parecía su brazo derecho en el barreño de sangre hasta más arriba del codo y comenzó a dibujar movimientos circulares, lentos, como las horas que habían transcurrido desde que Manuela recibió la llamada de teléfono que la arrastró hasta allí.
La Rubita se afanaba en remover la sangre mientras sujetaba el balde con su mano izquierda y mascullaba palabras que Manuela reconoció como el murmullo de la oración. La sombra comenzó a desplazarse perezosa entre un grupo de barreños y dibujó en la sangre que reposaba en los recipientes. «Cruces para que el diablo no acuda a echarla a perder», dijo sin interrumpir su tarea.
—Abuela, Lucas me llamó esta mañana y me dijo que habías muerto.
—Ya sabes cómo es tu hermano. Le dije que se inventara algo y se le ha ido de las manos.
—¿Para qué querías verme?
—Me ahogaba la pena al imaginarte lejos de nosotros. Mira —suspendió su discurso—, ahí llegan tus tíos.
Manuela escuchó un alboroto de coches adentrándose en la gravilla que bordeaba la entrada principal de la casa y bajó despacio las escaleras, aferrada a la barandilla, tal y como lo
haría si el destino fuese el mismo infierno. Desde el último peldaño vio a su tío Antonio que se acercaba con paso tullido.
—¿Qué te ha pasado? —, preguntó cuando lo tuvo delante.
—Un cerdo en la última matanza —contestó mirándose la pierna. —Ven a besar a tu abuela.
El hombre se apartó con dificultad y Manuela atisbó un coche fúnebre en el umbral de la casa.
—Murió anoche, en su cama —le aclaró su tío. —Se marchó preguntando por ti.
Fika Martins