La motocicleta empezó a titubear segundos antes de detenerse por completo. El cese del ronquido del motor dio paso a un silencio abrumador que era apenas corrompido por la respiración del muchacho. Este se acercó al tanque y agitó el vehículo para confirmar que se había quedado sin combustible. Estaba en la mitad de un viejo camino asfaltado de forma precaria que conectaba la ciudad y los suburbios. La estación de servicio más cercana estaba a varios kilómetros de distancia en sentido contrario al que venía circulando.
El muchacho no creía en la buena o mala suerte. Sin embargo, no pudo evitar pensar en esta última al chequear su teléfono y constatar que la señal era nula. En ese momento se preguntó qué más podía suceder. Se supone que en unos minutos debía estar llegando a su casa donde lo estaría esperando una cena poco saludable pero deliciosa junto a la serie que había estado viendo las últimas noches. Las circunstancias parecieron responder rápido a su pregunta cuando el alumbrado público sucumbió ante un apagón total. De manera instantánea, una horrible sensación le martilló el pecho perturbando notoriamente su respiración.
Además del resplandor de la ciudad que contaminaba el cielo nocturno a su espalda, lo único que sus ojos podían distinguir en la densa oscuridad eran unas pequeñas luces rojizas suspendidas de forma indiscriminada. Estas rodeaban al muchacho desde lejos, tal como si estuvieran inmersas en los pastizales que delimitaban el camino. Por momentos, su intensidad fluctuaba hasta perderse en la noche para volverse a encender milésimas de segundos después. Probablemente eran luciérnagas, pensó. Aun así, la situación que lo importunaba no le dejaba margen para apreciar la belleza del particular espectáculo.
Era momento de seguir, se dijo a sí mismo y empezó a andar. Intentó iluminar el camino con la linterna de su móvil, pero le fue imposible hacerlo mientras maniobraba el vehículo con ambas manos. Tras avanzar unos metros notó que los insectos luminosos habían aumentado y, de hecho, estaban un poco más cerca de él. La sensación era extraña: sentía la presencia multitudinaria de esos pequeños seres que, por el momento, solo flanqueaban su camino. De todas formas, sus pensamientos estaban enfocados en la llegada a su casa y la falta de sueño con la que al día siguiente debería abordar sus labores.
No pudo avanzar mucho más antes de hacer una nueva pausa, esa vez provocada por el calor húmedo y una nebulosa imperceptible en la oscuridad, que penetraba sus poros con un intenso olor a humo. Para ese entonces, las luces danzantes bloqueaban sus pasos sin importar la dirección que estos quisieran tomar. El pánico lo paralizó completamente ahogando incluso cualquier suspiro de exasperación. El alumbrado público hizo un breve cortocircuito, aunque fue suficiente para revelarle al muchacho lo que estaba pasando. Sin duda estaba rodeado. Se trataba de personas sombrías, silenciosas y en cuyas miradas no había nada más que vacío. Las luciérnagas eran sus cigarrillos que, de una manera perturbadoramente poética, los anunciaban