Samael alzó su dedo huesudo y señaló.
«Infierno».
Al principio Dios creó dos edenes, al octavo día prendió fuego a uno de ellos. Todos
conocían esa historia. Los ángeles aplaudieron al oírlo y se llevaron al alma al
precipicio.
Samael alzó su dedo senescente de nuevo y volvió a señalar.
«Locura».
Un arcángel rubio, Rabriel, se acercó lentamente, tomó al niño en brazos y le golpeó
con fuerza contra el suelo. El chasquido mojado de la cabeza abriéndose retumbó entre
las gradas. Un grupo de ángeles menores recogieron al alma del suelo y la arrojaron al
vacío como a la primera.
«Riqueza».
Muchos ángeles se quedaron callados, decepcionados; otros empezaron a abuchear.
Sin hacer caso de sus quejas, un serafín hembra cogió una pieza de oro y se la hizo
tragar al bebé.
Samael respiraba exhausto cuando volvió a levantar su mano. Una humedad espesa
le corría por las axilas y por el cuello.
«Enfermedad».
El público volvió a animarse. Muchos incluso se levantaron a felicitar a Samael,
lamiéndole con dulzura el ombligo y la barriga gorda y viscosa. El alma nonata les miró
asustada, y apenas tuvo tiempo de taparse la cara antes que le arrojaran encima una
cubeta de pequeños cuerpos picudos y vibrantes. Aún revolviéndose, cubierto de
lombrices y hormigas, los ángeles la agarraron de los pies y la despeñaron.
«Sufrimiento».
Ahora los ángeles sí que aplaudieron con efusividad. Muchos se levantaron y
vitorearon a Samael, lanzándole flores y pedazos de carne cruda. El serafín los engulló
con avidez, riendo a carcajadas. A una orden suya, todo el público comenzó a escupir al
niño, mientras unos querubines de tres brazos y vestidos de negro traían una caja de
ébano. Agarraron al niño y le vertieron el contenido del recipiente encima. Sobre él se
cernieron unas sombras espesas y con olor a orín que se introdujeron por sus orificios y
por sus ojos lacrimosos. Luego los querubines se alejaron volando y lo precipitaron al
mundo.
«Siguiente», gritó Samael, haciendo un gesto con la mano para que trajeran a otra
alma. De pronto, sin quererlo, se tiró un eructo tan fuerte que el aire se llenó de una
nube dorada y maloliente. Los ángeles se carcajearon como mortales ebrios y se
eructaron también. Samael, con una sonrisa incontenible, aclamó:
«Eso debe de ser una señal».
Los ángeles lloraban y se doblaban hacia delante con el estómago dolorido por la
risa.
«Muy bien», dijo con una sonrisa malévola, mirando fijamente al bebé, «tú serás el
nuevo Dios».