El agua se precipitaba calle abajo amenazando con demoler las fachadas. Las aceras eran riberas que se iban moldeando al paso de la riada. El cielo tronaba y se desplomaba sobre los tejados. Quizá fuese la última noche. Una noche oscura como el olvido. Frente al espejo, con la mirada fija sobre mi lunar en la sien, decidí bajar a por un buen vino. Empapado, conseguí alcanzar el portón de la leña y bajé a la bodega.
La puerta, podrida, chirrió y se evaporó con la primera embestida. En ese momento, mi linterna dejó de funcionar y se apagó el universo. No me preocupó. Conocía aquella bodega como la palma de mi mano. Avancé y me sobresaltó el roce de una telaraña. O eso pensé que era. Giré en los últimos escalones y enfilé mis pasos hacia una de las botas. Estaba tan oscuro que no era capaz de sentir si tenía los ojos abiertos. Pensé en el cuento tenebroso en el que un hombre, desesperado en la oscuridad, solo puede salir si encuentra las siete piedras que brillan. Jamás las encontró porque iban en su bolsillo.
—Pasa, está al fondo.
Me asusté y caí sobre unos aperos de labranza, junto a la antigua alacena. La voz me resultó familiar, pero yo llevaba varios años sin ver a nadie ni recordar un solo rostro. Un bieldo se clavó en mi costado y solté un alarido que devolvió un eco espeluznante. De pronto, todo el mundo se giró hacia mí durante un segundo. Sus caras eran aterradoras. No tenían ojos.
¿De dónde habían salido? Contra mi voluntad, entré en el velorio. Quise volver a la desagradable tormenta sobre las calles desiertas, pero mis piernas no respondían. «Da igual, hay más vida en esta fúnebre caverna», pensé.
—¿Me acompaña, señor? —Un niño me cogió de la mano y me arrastró hacia el féretro. Levantó la cabeza, sonrió y descubrí que tampoco tenía ojos. Me estremecí y empecé a temblar.
Llegamos al ataúd y me pidió que le ayudara a subir. Entró, se tumbó y murió al instante. Miré a mi alrededor y todo el mundo charlaba animadamente, bebía y bailaba. No se oía música, solo unos espantosos lamentos de críos. Cuando miré de nuevo al del cajón, ya era un adolescente. A medida que el difunto crecía, el alboroto iba disminuyendo. Quise preguntar, pero nadie me veía. Ya adulto el cadáver, la gente comenzó a sacar puñales, machetes y dagas mientras se miraba con desconfianza. Empecé a preocuparme, pero al buscar entre mis bolsillos solo encontré una linterna inservible.
El silencio se volvió insoportable, solo roto por las discretas cuchilladas que se daban unos a otros mientras se sonreían. Miraba al muerto y al salón, esperando recibir la primera mirada asesina. Los cuerpos fueron cayendo en un océano de sangre hasta que solo quedamos el fallecido y yo. Su rostro cada vez me resultaba más familiar, pero no acertaba a recordar quién era aquel anciano con un lunar en la sien.