Ayer te abofeteó tu padre antes de los aperitivos. No le importó la hemorragia de tu mano al fallar el truco que intentabas hacer con el cuchillo. Sus mejillas salpicadas con tu sangre ardían de cólera porque, otra vez, estabas montando un numerito. Y estampó su palma contra tu cara. No tuvo siquiera que levantarse del asiento, su brazo largo y fuerte -esa rama de fresno- alcanzó tu mejilla y azotó tu carne débil, de ridículo payaso. Casi saltaron tus globos oculares y te mordiste el labio de aguantar la rabia. Tu odio se repartía entre la camarera que gritaba al ver el cuchillo insertado en tu mano; la madrastra de turno que ocupaba el sitio de tu madre en Lamucca de Prado; y la maldita youtuber que no mencionó en el vídeo nada de un cirujano abriendo tu mano hasta la muñeca para encontrar el tendón, si el truco salía mal.
Hoy con la mano izquierda inútil, usas el codo para empujar la puerta que abre el dormitorio de tu padre. El puño de tu mano derecha aprieta el mango del cuchillo más grande que has encontrado en la cocina y, de puntillas, caminas hasta la cama de ese hombre que puso la mitad de su sangre para que nacieras tú. Es más fácil hacer el truco del cuchillo con la mano de un cuerpo que duerme. Pues dormir es, al fin, lo más cercano a estar muerto. Y una mano muerta, permanece abierta. Ahí reside la dificultad del truco: insertar la punta del cuchillo en los espacios que forman los dedos abiertos de tu mano apoyada en la mesa, lo más rápido que puedas. Y al hacerlo con tu mano, el miedo a que emane la sangre por un corte inesperado, hace que los dedos se encojan o se tensen. Pero la mano de tu padre sube y baja tranquila, apoyada en el pecho de su amante. Una mano abierta, una mano muerta. Y empiezas, en voz baja, a cantar:
Oh, I have all my fingers
The knife goes chop, chop, chop
If I miss the spaces in between
My fingers will come off
Mañana, cuando despiertes, dejarás tu ropa ensangrentada por el suelo. Plancharás la camisa favorita de tu madre y llamarás al restaurante para hacer una reserva. “¿Cuántos sois?”, te preguntarán al otro lado del teléfono. “Solo mi madre y yo”, contestarás sonriendo. Pero el cubierto de tu madre permanecerá intacto. Te sentarás solo y vacilarás entre la Black Pizza y la Díavola. Devorarás sin importar que el tomate chorree por las comisuras de tus labios. Y un pájaro negro, luego otro, y otro más, picotearán la mano mutilada de tu padre hasta hacerla caer a los pies de la tumba de esa mujer que dio la mitad de su sangre para que nacieras tú.