Los pasos reverberan en la iglesia abandonada. El anciano piensa en lo diferente que suena el caminar afuera, sobre la piel de ceniza y huesos pulverizados que cubre el mundo irradiado.
Había visto el edificio de lejos, y le pareció otro pecio más en el desierto; otro vestigio de una época marchita. Pero la esperanza de encontrar gente que mitigara su soledad le había guiado. Al entrar, le sorprendió encontrarse con una ermita cristiana. Pensaba que todas habían sido demolidas tras lo que ocurrió. Tras lo que Él permitió que ocurriera.
Sigue atravesando la nave en penumbra. Solo distingue varias hileras de bancos. De pronto, frente a él, una cicatriz flotando en el aire. Se sobresalta, pero entonces reconoce la figura pálida y enjuta, crucificada. Es el Tachado. El viejo mesías. Tendones y músculos a punto de estallar, rictus de dolor en el rostro que trocan su mueca en una sonrisa lobuna.
Avanza como hipnotizado guiándose por los bancos. Un roce apergaminado, y algo se deshace en sus dedos. Se gira, y observa un bulto sobre el asiento. Parece un fardo de ropa. Se inclina, y se topa con un ojo que le mira. Da un respingo. No puede ser. Se acerca de nuevo. Distingue dientes, un pie, aspas blancas de huesos, un brazo articulado como el de un insecto. Un remedo de cuerpo, fragmentado, corrugado.
La piel del anciano se horripila, hormigas recorren su médula. Sigue adelante, como si no hubiera lugar para escapar, como si no le quedara otro remedio. Más adelante, otro cuerpo, este erguido, corriente, salvo en su palidez, exagerada, de no haber conocido nunca el sol, de macerar en lejía. No hay duda: le han vaciado de sangre.
El viejo trastabilla, se aferra a un asiento. Entonces escucha un murmullo líquido, palabras bajo el agua. Procede de su izquierda. El aire se vuelve jalea. Avanza a brazadas, luchando con su terror, con su agotamiento. Encuentra a un hombre tumbado, perdiendo sangre por cien heridas. Una de ellas, mortal, abre una boca escarlata en su cuello. Al ver al anciano se remueve, boquea, como si tratara de hablar con él. Al hacerlo, sus dos bocas expelen aire y sangre. El viejo parece comprender el significado de su lengua muerta, y pregunta.
—¿Quién?
El herido levanta un brazo lacerado y señala hacia delante. El anciano tiembla. Porque, al hacerlo, observa mejor sus heridas. Son desgarros. Hechos por uñas y colmillos, sin duda, de alguna ignota bestia sin nombre. Y porque no hay duda de que el hombre trata de indicarle dónde se encuentra. El anciano se queda inmóvil.
Entonces el hombre expira, y el viejo, impelido por su aliento, se gira. Delante no hay nada. Nada... salvo una cruz vacía. La tachadura sin tacha. De pronto siente una respiración en su nuca. Un líquido caliente se derrama por sus piernas, y otro calor, este gozoso, lo hace por el pecho. El anciano se toca el alzacuellos mientras piensa «ya no estoy solo».