Ada apagó su móvil. No quería que nada ni nadie estropease las horas siguientes. Levantó la vista y lo vio acercarse a la puerta del coche. “¡Que guapo es!”, pensó. Cuando lo vio por primera vez no podía creer su suerte. Nunca le habían gustado las citas con esas aplicaciones; no sabías con quién te podías topar. Pero él parecía, al menos, interesante. Había un halo misterioso a su alrededor, y decidió aceptar la cita. Y no solo era guapo; desde la comida que habían compartido en Lamucca de Prado, las horas habían pasado en un suspiro. Era dulce, agradable, sensible, con una vida apasionante. En lo que dura una comida la había conquistado.
Le abrió la puerta y le sonrió mientras le tendía la mano. “Vamos, número siete”, le dijo. Tras la comida habían dado un paseo por El Retiro y la conversación había mantenido el interés sin decaer lo más mínimo. Había hablado de sí mismo, le había abierto su corazón, había contado frivolidades e intimidades, y, entre ellas, que el número siete era mágico y apasionante para él; y la llamó número siete…su corazón se aceleró.
Salió del coche y él no le soltó la mano. Se dirigieron a la puerta de una gran casona. Una de esas mansiones de estilo victoriano que lo mismo podrían aparecer en una película de la realeza, que en una de terror. Sacó una gran llave y abrió el portón de madera.
Entraron y él cerró la puerta. El crujido de cuatro cerrojos distintos pareció interminable. “Supongo que con una casa así, toda seguridad es poca,” pensó ella.
La guio, a través de un oscuro pasillo, a un amplio salón débilmente iluminado por una gran, antigua lámpara de araña. “Ponte cómoda, ahora vuelvo.” Le ayudó a quitarse el abrigo y el bolso y se fue con ellos. El salón tenía una gran chimenea, encendida, que impregnaba la estancia con una atmósfera de calidez y hogar. Un gran retrato de una mujer, bella, pero muy seria, tan misteriosa como él, coronaba la chimenea. Paseó por la habitación, sorteando los sofás, el rincón de lectura, el mueble bar; y se dirigió a una puerta entreabierta. Por la puerta entraba una luz fría, como de un fluorescente, que contrastaba con la luz cálida del salón. “Quizá sea la cocina,” pensó mientras se dirigía hacia ella. Cruzó la puerta y se quedó boquiabierta. La habitación estaba vacía, salvo por una mesa metálica en el centro, como la de un quirófano, y otra pequeña mesa auxiliar, junto a ella, cubierta por un paño blanco. Una potente lámpara sobre la mesa, la paredes de un blanco puro, tan puro que casi cegaban al reflejar la intensa luz de la lámpara y el suelo igualmente blanco, tan brillante como las paredes.
Había un periódico tirado sobre el suelo, doblado, y se leía claramente el titular de la primera página: “APARECE DESCUARTIZADA LA SEXTA VICTIMA.”
Bueno, número siete, dijo su voz por detrás de ella…