Alfred Billinghurst ganó fama temprano por su pericia para solucionar los más
intrincados problemas de la vista. ¿Ojos cansados? ¿Destellos cuando anochece?
¿Ceguera absoluta? El doctor Billinghurst siempre daba con la solución.
Su clínica en el 12 de Maple Street se había convertido en objeto de peregrinaje,
un santuario milagroso a pocas yardas de Hyde Park. Hasta allí acudía una
colección de cortos de vista. Llegaban alentados por el prestigio del doctor. Los
elogios de pacientes pretéritos lo habían elevado a los altares de la práctica
oftalmológica en Londres.
A la entrada de la clínica, recibía Hazel Billinghurst, la esposa del oculista. Hazel
era una muchacha iluminada por el fulgor que sólo desprenden las chicas galesas
de campo. Hablaba un inglés alambicado. Lucía vestidos de corte algo antiguo.
Envolvían su cuerpo como abrazan la mazorca de maíz las hojas tiernas. Ofrecía
a la clientela, daba igual que fuera invierno o verano, sus escotes generosos de
chica saludable. El busto de la señora Billinghurst era un remanso en el que
calmar la espera.
Todos quedaban satisfechos con el trato dispensado por Hazel. Se daba buena
maña en mitigar el nerviosismo, recoger abrigos y sombreros. Los colgaba en el
perchero del recibidor. Luego acompañaba a cada paciente hasta la sala de curas.
Había que atravesar la biblioteca antes de alcanzar una puerta con
incrustaciones de maderas exóticas.
—Esta puerta es un capricho. La hizo traer mi marido de Italia cuando abrimos
la consulta —aclaraba Hazel Billinghurst antes de cederle el paso al paciente—,
pero, con los ojos que usted lleva ahora, quizá no sea capaz de apreciarla en todo
su esplendor.
Esa era la clave: «los ojos que usted lleva ahora». Porque el Método Billinghurst
imponía la extracción completa del globo ocular, todo él, y su sustitución por el
globo ocular de algún animal silvestre, generalmente un lobo de cola plateada. El
lobo tiene ojos de dimensiones compatibles con las cuencas del rostro humano.
Aporta, allí donde es trasplantado, un brillo de sagacidad, y eso era algo muy
valorado por los pacientes del doctor Billinghurst.
Industriales, nobles y políticos acudían al 12 de Maple Street, saludaban a la
dulce Hazel, le cedían el abrigo, la bufanda, el sombrero, le entregaban una
sonrisa confiada, la vida entera desplegaban frente a su escote. Se asomaban con
cautela a ese par de pechos borrosos que parecían sonreír al sol.
Traspasado el umbral de la puerta italiana, les aguardaba la silla reclinable, los
útiles quirúrgicos, despertar tras una siesta breve con dos ojos de estreno ya
implantados, los viejos en una bolsa. Llegaba entonces el instante de abrir los
párpados ante un universo nítido por explorar, sentir la llamada del bosque, de
todos los bosques, las montañas más escarpadas, sucumbir al deseo, aullar con la
mandíbula desencajada y olisquear la presencia de Hazel, ese suculento aroma
a carne y jabón, que aguardaba al otro lado de la puerta.