¡Qué emoción le daba salir de su encierro! Hace mucho que no iba a un restaurante y disfrutaba de la conmoción. Sentado en su mesa para uno, que daba la impresión de ser la única verdaderamente iluminada del lugar, se acomodó la servilleta sobre las piernas. Si lo necesitara luego, la pondría sobre su pecho colgada al cuello de su camisa. Dependería de lo que ordenara, aún no conocía la carta.
El sitio era íntimo, luces suaves y cálidas que a duras penas iluminaban las mesas. Había mucho movimiento entre los demás comensales y el servicio. No recordaba haber entrado, haber saludado o haber sido llevado a su mesa, pero estaba complacido de volver a la calle. Le llamó la atención que los demás comensales parecían estar muy serios, preocupados podría decirse. Parecía también que ninguna mesa les servía - pasaban de una a otra, hablaban con ocupantes de otras mesas. Era algo extraño, pero quizás la gente se complica demasiado, pensó.
De repente apareció un mesero que sin mirarlo puso sobre su mesa una pequeña bandeja tapada con un cubreplatos. Pensó que quizás era uno de esos sitios pretenciosos, pero no lo suficiente pretencioso para que el mesero retirara la cubierta por él. Daba lo mismo, estaba decidido a disfrutar su cena. Bajo el cubreplatos había un jugoso pedazo de carne - una especie de hígado asado. Cortó un pedazo y al probarlo, se sorprendió de que no supiera a nada. Probó un segundo bocado y se aterró. Solo sentía el tibio de la carne, pero no la sal, el almizcle ni sabor alguno.
Antes de que pudiera reaccionar aparecieron dos meseros. El primero, con mucho afán, retiró su plato y lo pasó a otros comensales, de pie de espaldas a su mesa. El segundo, con igual afán, le amarró un enorme babero blanco a la vez que el primer servidor le colocó en frente otra bandeja cubierta. Al instante se calmó la conmoción.
Levantó la cubierta: otra estructura carnuda. Esta vez cruda. No se veía apetecedora en el sentido clásico, pero no permitiría que nada arruinara su entusiasmo esta noche. Hace meses que no salía y quería estar entre la gente, escuchando sus conversaciones animadas aun cuando no oyera bien de qué hablaban. Cortó un pedazo de esta carne nervuda – igual que la anterior no sabía a nada, pero tenía un fuerte aroma a... ¿moneda? Más caliente que la anterior, lo cual era una mejoría, pero demasiado sangrienta para sus gustos convencionales. Quizás por eso la gente tenía semblante tan serio en este restaurante. Tenía demasiada hambre y como igual le cobrarían ambos platos, decidió terminarlo. Le dolía la mandíbula de tanto masticar este corte extraño de carne, pero terminó satisfecho.
Se limpiaba con el babero cuando de repente comprendió algo inteligible de la conversación de los meseros: “No iba a despertar nunca y con esto, ha salvado muchas vidas”. No entendía, solo sabía que además de la mandíbula empezaba a dolerle el estomagó espantosamente.