La luz sobre mi cabeza titilaba incesantemente, un brillo amarillo enfermizo que me permitía ver las paredes desnudas y sucias que me rodeaban al igual que las cuerdas que amenazaban con quemar mis muñecas si no les obedecía. Lo último que recordaba era estar de camino al granero de nuestra finca, luego de haber discutido con mi hermano Andras por intentar entrar en su habitación, y dolor, mucho.
-Debo salir.- pensé.
Al fondo de la habitación se hallaba una puerta metálica, no había ventanas y hacía muchísimo calor. Descubrí que esto se debía a una pequeña rejilla en una esquina. Mi primer instinto fue trepar hasta ella, pues la puerta estaba definitivamente descartada. Removerla no fue difícil y, aunque el agujero era pequeño, pude entrar.
Lo que no sabía era el infierno que me esperaba dentro, cada vez que arrastraba mis brazos y mis piernas, el metal quemaba mi piel y sentía como ésta se rendía ante el calor capa por capa.
-Tengo que salir y tengo que volver a casa.- pensé.
Luego del tortuoso recorrido, en el que sentía mi cuerpo cocerse con cada escasa respiración, llegué a una salida.
Me arrepentí inmediatamente de haberlo hecho.
Se escuchaban gemidos y quejidos débiles que causaron que las redes negras y lentas del horror conquistasen mi mente.
Sin embargo, logré salir a una especie de vestíbulo incluso menos iluminado, que dirigía a dos pasillos a cada lado, repletos de las mismas puertas que me habían parecido muy pesadas antes pero que, sin embargo, dejaban pasar el dolor sin esfuerzo hacia mis oídos. Cada una tenía escrito un nombre, con una caligrafía desgarbada que se me hacía familiar. "Cara", "Andrea", "Dolores"...
No me atreví a leer más, sobretodo porque conocía a mujeres con esos nombres y no quería imaginar que lo que se hallaba detrás de esa puerta concordase con mis pensamientos.
Justo en frente había unas escaleras y una puerta al final de éstas. Mis piernas temblaban y las quemaduras que se extendían por todo mi cuerpo apenas me dejaban moverme.
Pero lo hice. Y no solo por mí.
Las escaleras metálicas rechinaban bajo mis pies y fue en ese momento que escuché total silencio: Todas se habían callado. Sentía fuego en mis ojos
¿Cuánto tiempo llevaban aquí?
Al llegar a la puerta, pude ver que era de madera y sólo pensé que al golpearla lo suficiente podría ceder. Y lo hizo.
Pero no bajo mis golpes. Del otro lado recibí miradas que conocía bien. Detrás de una imponente silueta mi madre lloraba y susurraba pequeñas disculpas. Me sentí desfallecer al ver que la silueta pertenecía a Andras.
-Sabía que tú costarías más que las demás- dijo divertido, mientras que con una patada lanzó mi cuerpo escaleras abajo y no vi nada más.
Pero comprendí todo, su profesora de matemáticas, su antigua novia, incluso su niñera y, finalmente, yo. Todas habíamos desencadenado el infierno de Andras y ahora viviríamos por siempre en él.