Son las 7:45, demasiado temprano para empezar mi turno. La calle está vacía y sólo yo lleno el bar. Ahí estoy, esperando movimiento ensimismada mientras solo puedo escuchar el desquiciante goteo de un grifo mal cerrado que no consigo localizar. Jugueteo con una copa entre mis dedos. Siento el cristal fino recorriendo mis yemas una y otra vez; pienso en cómo debe de cortar, en qué ocurriría si apretase solamente un poco más. Me enfrasco en toda clase de pensamientos insulsos con la mirada fija en el reflejo del ventanal. El goteo incesante me obliga a inspirar. Cuento hasta diez.1,2,3…
Se escucha un sonido añejo, unas llaves golpeando los muslos al compás de unos pasos cojos que se adentran con seguridad. Irrumpen en el bar, irrumpen en mí. El primer cliente de la mañana. Se acomoda en uno de los taburetes, justo frente a mí. Me mira fijamente desde el otro lado de la barra, ni siquiera pestañea. Ojos negros y mirada verde, sucia, húmeda y profunda. Echa un vistazo furtivo (o quizás no tanto) a mis pechos, los degusta. Me mira, hace una pausa, lo repite una vez más, esta vez con más perversión, con más oscuridad. Esboza una media sonrisa ladeada; disfruta sabiendo que yo lo noto. Siente cómo me incomoda. Se moja los labios con una picardía muy poco sugerente, casi nauseabunda. Se empapa medio rostro en saliva y me suelta su aliento cerca, demasiado cerca. Estalla en una carcajada desquiciada y déspota que me saca un poco más de mí.
Su risa me repugna. Él me repugna. No puedo dejar de escuchar el goteo y su carcajada hueca. Me invita a despejar mis dudas sobre la resistencia del cristal, me incita sólo con mirar, con respirar. Cojo la copa y la rompo en su rostro. Se la clavo, lo hago. Ahora soy yo la que lo repite una y otra vez mirándolo todo lo fijamente que alguien puede mirar. Mientras tanto él ríe, sólo ríe y yo me ensaño, lo disfruto.
Ya no se reconoce la existencia de una copa. Su voz calla y el goteo cesa. Ya no me hace falta contar hasta diez. Quiero chupar su sangre, su rostro, descubrir a qué sabe la repulsión. Me acerco todo lo posible a su cara mientras no dejo de mirar esos ojos, esa mirada y me humedezco la boca. Recorro con mi lengua esa media sonrisa rozando algún cristal. Sabe a bilis y metal. Me apetece sonreír. Lo hago.
7:46 Se abre la puerta del bar. Entra el primer cliente. Pide un café.