Entiendo que tengáis miedo a la oscuridad. Yo también lo tenía. Pero fue a mediodía
cuando viví mi peor pesadilla, a pleno sol en un matorral de la Sierra Nevada. No había
sombra ni para un gato, mucho menos para tres hombres que chorreaban de sudor.
Íbamos últimos en una carrera cienquilométrica: delante Ramón, que se sabía los
nombres científicos de todas las plantas de por allí. Llevaba rato sin decir ninguno; igual
no veía nada nuevo entre los erizones. Segundo iba yo maldiciendo para mis adentros las
zapatillas nuevas que resbalaban sobre la arenilla. Detrás de mí andaba Israel con su
repertorio inagotable de chistes. Ojalá me hubiera vuelto para mirarlo cuando se calló.
Pero la verdad es que estaba aliviado.
Caminamos en silencio un rato hasta que resbalé y me caí de culos. “No te rías,
gracioso,” dije preventivamente, pero la risotada no sonó. Entonces volví la mirada y vi
que Israel no estaba.
Lo llamamos a voces, lo llamamos al móvil. “No sea que se haya desmayado,“ dijo
Ramón.
Decidimos desandar. A cada paso maldije el sol y las zapatillas y al inútil de nuestro
amigo que nos hacía perder el tiempo en vez de ayudarnos a llegar por fin a la maldita
meta. Por poco no pisé la sangre.
La arenilla se había tragado el líquido, pero era inconfundible el color. Desde una mancha
grande, un rastro de gotas se metía por el matorral de nuestra derecha, alejándose del
camino. “¡Israel!” grité. “¿Dónde te has metido?” Silencio. Seguimos la huella. Sobre la
marcha, Ramón telefoneó a la organización de la carrera para que nos mandasen una
ambulancia. Ascendimos a un cerro. Al otro lado vimos un barranco seco. Allí, algo
devoraba a Israel.
Grité. Ojalá me hubiera quedado mudo, pero grité. Y aquello alzó la cabeza.
Dimos media vuelta y bajamos corriendo. Resbalé, caí con las manos en un erizón. Me
levanté y seguí corriendo. Ramón también resbaló. Le oí caer. Le oí gritar. No me volví.
Corrí hasta el camino, corrí los cinco kilómetros hasta el punto de avituallamiento. Allí me
desmayé.
Ahora la policía sospecha de mí. Lo entiendo: no hay nadie más que hubiera podido matar
a Israel y a Ramón. Dicen que buitres se comieron parte de los cadáveres. Pero ningún
buitre arrastra la carroña medio kilómetro antes de hincarle el pico. Y ningún buitre deja
dentelladas.