Oigo un ruido en la puerta. Como un golpeteo rítmico. ¿Será un vecino que no quiere llamar al timbre para no despertarme si ya estuviera en la cama? Dejo los ingredientes de la pizza que me estaba haciendo para cenar en la mesa y me lavo las manos. Sigo oyendo el insistente sonido. Recorro el pasillo hasta el final y me giro hacia la puerta. Pongo la mano en el picaporte, pero algo me hace dudar. Mi corazón late muy fuerte. Muevo la chapa que oculta la mirilla y miro por ella.
Al otro lado, un ojo amarillo con la pupila vertical, como la de los reptiles, ocupa todo mi espacio de visión. Me doy cuenta de que la pupila se contrae, he sido tan idiota de dejar la luz encendida mientras miraba. Me echo atrás con la respiración entrecortada mientras oigo un gruñido que, no sabría explicar por qué, me recuerda a una grotesca carcajada.
Me quedo sentado apoyado en la pared, temblando, con la mirada fija en la puerta, abrazándome a mí mismo, mientras el golpeteo contra la puerta cambia a arañazos que parecen estar jugando. Como un gato con un ratón.
Los arañazos se van haciendo más rápidos, más frenéticos. Los gruñidos se mezclan con el sonido de madera desgarrada. «Es una puerta blindada ―me digo―, no podrá entrar». Pero los zarpazos contra la madera son sustituidos enseguida por el chirriante ruido de las garras contra el metal. Un infierno discordante, una banda sonora perfecta para esta locura que estoy viviendo.
«¿Nadie lo oye? ¿Por qué nadie viene a ayudarme?», pienso. Y me doy cuenta: la policía. Saco el móvil como si fuera la mismísima Excalibur, preparada para salvarme.
No tengo batería.
A punto estoy de lanzarlo contra lo que sea que se está abriendo camino a través de la puerta. En ese momento, veo como una garra curva y larga atraviesa la puerta, empezando a abrir un agujero. Me levanto y salgo corriendo por el pasillo hasta la cocina, la habitación más alejada de la puerta, mientras oigo cómo la puerta se quiebra y se oyen los clac, clac, clac, de unas garras que están ya dentro de casa.
Entro en la cocina, cierro la puerta.
Clac, clac, clac.
Veo una sombra enorme a través del cristal traslúcido de la puerta y un sonido conocido, el de la madera siendo arrancada poco a poco.
No hay salida. Solo hay una ventana. Estoy en un quinto.
La garra ya ha pasado a través de la puerta. Abro la ventana y, llorando, desesperado, salgo y me intento sujetar a la tubería del gas mientras mantengo un pie en el alféizar.
Clac, clac, clac.
Vuelvo a oír ese gruñido como una carcajada, una garra enorme se apoya en el alféizar.
Resbalo. Y, al caer, me doy cuenta de que otra criatura me espera abajo con una sonrisa maléfica en sus fauces.