Ninguno de los tres decía nada. Uno de ellos, por motivos obvios. Los otros dos, los que viajaban en la parte delantera de la furgoneta, quizá para no romper la belleza del paisaje nocturno que se iba precipitando a unos ochenta y dos kilómetros por hora. Después de unos cuantos kilómetros, uno de ellos, el más joven de los dos, dijo:
- ¿Quieres que te explique por qué lo he hecho?
- Preferiría que me dijeras cómo.
- No me acuerdo.
- No puede ser…
- No me acuerdo- le cortó bruscamente- Ya te lo he dicho.
Unos tres kilómetros más tarde, en los que lo único que cambió fueron las nubes que se habían desplazado sutilmente, volvió a preguntar:
- ¿Eres de los que quieren que te hablen mientras conduces?
- No sé. Supongo que no.
- De acuerdo. ¿Quién? Ya lo sabes: yo. ¿Cómo? No me acuerdo. ¿Por qué? No lo quieres saber. ¿Qué? Es obvio. ¿A quién?- señaló levemente a la parte de atrás- Por lo que nos queda ¿cuándo? Es difícil el tiempo, ¿verdad?
- ¿Por qué a él?- dijo el más mayor mientras miraba disimuladamente por el retrovisor.
- El destino. Supongo. La mala suerte.
- La suya.
- La mala suerte nunca es de nadie. Siempre es compartida, ¿no? Igual que la buena suerte. Yo, por ejemplo, he tenido la suerte, buena o mala, igual que tú, de que estuvieras allí y de que lleváramos la misma dirección. Simplemente.
El silencio se instaló de nuevo en la parte delantera de la furgoneta. A ambos lados. Pero fue un silencio inédito. No se parecía en nada al silencio que vivía en la parte de atrás desde hacía unos sesenta kilómetros ya. El nuevo duró poco, unos dos kilómetros y medio:
- Aunque ahora que lo pienso, quizá sí. Puede que tengas razón. La mala suerte fue suya. Podía haber cogido otra calle o haber tardado más en salir y no se habría cruzado conmigo. El destino, los dioses, la casualidad, la mala fortuna. Llámalo como quieras.
Siguieron en silencio unos cinco kilómetros más hasta que llegaron a un restaurante abandonado que había al lado de la carretera. Antes de apagar la furgoneta, el más mayor, todavía tuvo tiempo de preguntar:
- Y ahora, ¿qué vas a hacer?- Aunque no pudo terminar de escuchar la respuesta que sin embargo el otro, el más joven, sí llegó a dar:
- Seguir mis impulsos. Dormir un rato y después, quién sabe. Coger tu furgoneta, seguir conduciendo hasta que me canse, quemarla o llamar para que vengan a buscarme.
Mientras se limpiaba las manos en los bajos del pantalón vaquero, siempre por dentro, cerró los ojos, los suyos y los de su acompañante, para descansar y decidir cuál sería su próximo movimiento. No tardó ni treinta segundos en dormirse. Pero si logró darse cuenta antes de hacerlo de que era la primera vez desde hacía mucho que lograba medir el tiempo en segundos. Lo que hizo que una pequeña sonrisa le acompañara durante las siguientes horas en las que pudo dormir, por fin, profundamente.