Decías que la rata acudiría al amanecer, veloz y silenciosa, no para regalarme una moneda por el diente caído, si no para arrancarme los que seguían intactos, uno a uno, lentamente, con una pulsión tranquila y ávida, y al ver la expresión horrorizada de mi cara no parabas de sonreír. Me imaginaba su rabo escamoso golpeando la almohada, sus pezuñas diminutas desgarrando mi boca y un pellizco de carne rosada entre sus bigotes tiesos y blancos. Imaginaba su murmullo y me quedaba paralizado en la cama, incapaz de comprender tu sadismo, pasando la lengua temblorosa por las encías y los labios. Nunca me dijiste por qué lo hacías, por qué te ensañabas de aquella manera, pero tampoco yo he podido hacerlo con el paso de los años, ya sabes, compartir lo que sospechábamos los dos, testigos de aquella escena donde mamá, arrodillada en el lavabo, sus dientes deslizándose sobre un filamento de sangre en la loza, suplicaba que parase, que nos podía despertar, la boca de papá aullando que la mataría antes de entrar a jugar en nuestro cuarto.