Acababa de salir del restaurante Lamucca de Pez, donde trabajaba desde hacía poco de friegaplatos. Había cambiado varias veces de residencia en el último año y siempre buscaba el mismo tipo de empleo. Se sentía poderoso y sereno cerca de tanto metal.
Al acecho, como una pantera, permanecía oculto en el callejón. Corría una fría noche de invierno. Se frotó los guantes de vinilo y se los llevó hacia la cara en un intento de que el vaho de la boca, calentara sus manos.
Esta vez, le estaba costando más trabajo encontrar una víctima. Su bragueta ardía de deseo. Por fin la vio, sola, con un abrigo corto de paño encima de una falda que dejaba entrever sus muslos.
Sacó el cuchillo de la mochila y por un momento quedó hipnotizado por su brillo. Cuando estuvo lo bastante cerca, la atacó y la llevó detrás de los contenedores de basura. Le puso la afilada punta en el cuello y le indicó que no se moviera ni gritara.
Se desabrochó los pantalones con torpeza y le rompió las medias y la ropa interior. Aunque ella trató de resistirse, finalmente consiguió su propósito. Tras sentir aquella oleada de placer, seccionó con el arma la yugular de la muchacha, que cayó al suelo con un ruido sordo. Una voz interior, lo felicitó por su hazaña. A veces le agobiaba tanto, que decidía tomar unos días la medicación y entonces poco a poco desaparecía.
Tiró el cuerpo al contenedor marrón, como si se tratara de un desecho orgánico y esbozó una sonrisa al pensarlo.
No más de dos en cada ciudad, era su lema. Unos metros más allá había una fuente. Se quitó los guantes dándoles la vuelta con cuidado y se lavó las manos una y otra vez, hasta que dejó de sentirlas. Los metió en una bolsa que llevaba, ―siempre tan previsor― y cuando le pareció que se había alejado lo suficiente, la depositó en una papelera. Se dirigió a casa y esa noche durmió igual que un niño.
Al día siguiente, entre el tintineo de cacerolas y vasos en la cocina del restaurante, hablaron en la radio del asesino del contenedor. Se puso nervioso y la apagó, los compañeros protestaron. Pero curiosamente siguió oyéndola. Al dirigir su mirada hacia los platos para continuar fregando, vio reflejada la cara de la chica asesinada, que comenzó a gritarle “asesino, asesino”. Terminó y quitó el tapón, pensando que al marcharse el agua, se iría su imagen, pero no fue así.
Miró de nuevo y entonces, aparecieron las caras de todas las mujeres que había matado.
Empezó a gritarles que pararan y como seguía escuchándolas, comenzó a romper y a tirar todo lo que encontró a su alrededor. Aterrorizados y temiendo por sus vidas, llamaron a la policía y a emergencias. Tras reducirlo y sujetarlo a la camilla, siguió repitiendo:”Hacer que se callen, no lo soporto más”, hasta que una fuerte dosis de olanzapina intramuscular, lo dejó fuera de combate.