Maritza trajo los pájaros un martes de abril, uno azul el otro verde. De inicio me parecieron bastante simples: sólo comían, bebían y se dedicaban a observar cómo las observábamos.
—Vaya —le dije a Maritza—, por su comportamiento, estos pájaros bien podrían tener un cierto grado de estupidez.
—Periquitos.
—¡Eh!
—No son pájaros, son periquitos.
—Hay clases de cucarachas
—Supongo.
—Y, siempre hemos generalizado; así que, un pájaro es un pájaro…
Tras unos días uno de ellos se rompió un ala, la jaula era tan pequeña que al revolotear terminaban lastimándose. Esa tarde fui a la veterinaria, no por decisión propia, claro, sino porque Maritza insistió. Después de entablillar al pájaro y sacarme algunos billetes de la cartera, el encargado soltó un sermón.
—Mi esposa —dije—, está encariñada con los pájaros. De haberlo perdido no sé qué hubiera pasado.
—Periquitos, periquitos australianos para ser exactos —me corrigió el encargado—. En fin, no se preocupe, lo importante es que se reproduzcan, así cuando uno de los periquitos muere, la pérdida no se resiente, pues ya ha sido remplazado. Y eso, amigo, se da con todos los animales de este mundo. El asunto es no darle importancia, así el canje de un animal a otro es tan repentino que no se nota.
A los tres meses de tenerlos en casa tuvieron sus primeras crías. De ahí en adelante los pájaros se reprodujeron como conejos. Cuando uno moría simplemente lo enterraba en el patio y su silueta era sustituida por la de un periquito nuevo. No recuerdo cuando fue que la pareja original murió. No es algo que importe.
Nuestra vida de pareja fue completa cuando Maritza quedó embarazada. Por ese tiempo, también, estuve construyendo un invernadero para las aves, pues ya teníamos alrededor de cincuenta…
…El llevarlos al invernadero había sido un problema y ya en una ocasión habían intentado escapar pues, aunque les agradaba el lugar, se sabían encerrados. El encierro es un detonante para la desesperación. Los días iban de aquí para allá, sin pena ni gloria, algo de lo más normal. Cuando alguien iba a casa siempre lo invitaba a ver el invernadero, mismo que ocupaba todo el patio de la casa y en el que había plantado algunos árboles enanos. Todos quedaban sorprendidos pensando que era un juego. Una mañana, después de escuchar algunos gritos, caminé al invernadero. Apenas entré, algo viscoso empapó la suela de mis zapatos. Encontré la explicación hasta que mis ojos captaron un trozo de intestino colgando de un árbol. En el suelo había restos de esqueleto, carne y pelo formaban una pileta.
—Madre —dije. Ella me observó con el hocico chorreando sangre.
—Tenía hambre —fue lo único que dijo.
Soltó el llanto y se retiró a su rincón. Voltee a los lados, aparte de Padre, una veintena más estaban descuartizados. Sentí repulsión; pensé en reparar el error regresando una pareja a un lugar más pequeño, pero Maritza ya había acabado con todos.