Acompañé a Beatriz ataviada según la creatividad de las más osadas celebraciones del Halloween. La algarabía de sus preferencias obedecía más a sus inopinados estados anímicos que a los dictámenes de las festividades. No recuerdo si recibimos invitación ni de dónde sacó el pretexto para acudir a esta cita. La fetidez despojaba de cualquier pretensión escenográfica a aquella barraca inmunda. El descenso por una prolongada rampa debía haber dejado atrás la superficie como quien encarga en la ropería capa o abrigo y paraguas o sombrero. El pasaje catacúmbico se antojaba refugio de alimañas. Las antorchas remitían al “Satiricón” versionado por Federico Fellini, al menos por la copiosa sudoración. Las tonalidades de Beatriz se tornasolaban, o así me lo parecían cuando distraía la vista de los guijarros que pisábamos. A intervalos casi regulares se retrasaba y certeramente me daba pronto alcance. Más que verlo, dejaba la sensación de tener memorizado el camino. Me horroricé, sentí una contracción visceral, cual centrifugación intestinal por un poderoso embudo. Ya no recordaba con qué personaje se había caracterizado. Empecé a dudar de su consistencia. Sospeché que me traspasaba sin mirarme. ¡Qué me miraba sin verme! Suponiéndola lejana cerré los ojos, me apreté la cabeza, intenté interrumpir mi perturbación. –Ya casi llegamos–, me retrajo al descenso. No tenía saliva para aliviar la garganta. Seguí su andadura. De ella se desprendía cierta luminosidad sin más ardorosas antorchas alumbrando nuestro descenso. Nunca había advertido la robustez de su espalda, la fortaleza de sus hombros, la recia esfericidad de sus nalgas, el garbo de los hoyuelos de Venus, el torneado vigor de sus muslos, sus aceradas pantorrillas, la elasticidad de sus empeines. Su cuello era una columna rematada por su cabellera recogida en un chongo. Las orejas plegadas al cráneo, pequeñas y… ¿puntiagudas?, sus broqueles parecían… antenas, ¿radares? La elegante marcialidad la remataban unas muñequeras de baqueta. El pasadizo desembocó en una amplísima bóveda. En un montículo secundario Barrabás, así se proclamaba en su prédica, arengaba al ajusticiamiento de José, el carpintero, por incitación a la embriaguez en unas bodas prodigando un trasvase vinícola. Desde el montículo superior Gestas sentenció mi extranjía con catilinaria que lo asemejaba al Moisés de “Los diez mandamientos”, según Cecil B. DeMille. Su enjundia miniaturizaba la ira de Charlton Heston partiendo el mar Rojo.
Beatriz me enhestó y avanzó solemnemente hacia el túmulo dispuesto para sacralizarme a la deidad de súbita aparición, erigida atrás de Gestas, empequeñeciéndolo cual liliputense. Chiribitas iridiscentes plagaban sus cuencos sin pupilas.
Esta característica la compartían el energúmeno y la sacerdotisa que me conducía. –¡Magdala!–, vociferó la muchedumbre lanzando sus muñones al cenit del domo semejando afiladas estacas. Un torrente sónico me arrebató de las manos de Beatriz cual “Un hombre llamado Caballo” en su juramento al sol, infligiéndome penetraciones cerebrales.
¿Mentales? ¿Desfallecí? –¿A dónde fuimos? ¿Dónde estamos?– –A un coctel de bienvenida. No rebajaste el Richard que te ofrecieron. Tenemos una cortesía para visitar Cine Città: mi premio como Miss Fitness campeona, ¿lo has olvidado?–