Una vez más, petrifiqué mi mirada en la foto de los Díaz. Allí estaban: el padre Joaquín junto a su hija Milagros de 6 años y su hijo José de 17. Aquella familia había estado en mi cabeza desde hace ya 6 meses: desde el dia de la desaparición en el Atlántico del velero ‘Fenix’.
‘¡Detective Barrington!’ . La voz de uno de los oficiales de policía llevó a mi revoltosa mente a regresar a la realidad que se posaba ante mis ojos. El ‘Fénix’ parecía un funeral: las personas entraban, con una cierta melancolía, y salían destrozadas. Al parecer, solo el padre y su hija fueron encontrados, rescatados de alta mar hacía tan solo 1 hora. Las especulaciones habían bombardeado los medios durante los meses de la desaparición. La policía y prefectura trabajábamos en conjunto. Apagué un cigarrillo y entre al corazón del ‘Fenix’ bajo la niebla del puerto de uno de los días más gélidos de mi vida.
Mugre, miseria y una atmósfera de soledad inundaban el velero. Joaquín y Milagros se negaban a salir. Estaban totalmente desequilibrados. Cuando los vi, el padre abrazaba fuertemente a su hija. Ella, de espaldas -con un vestido rojo que daba a descubrir su cuerpo desnutrido y con el cabello largo hasta los hombros- no enseñaba el rostro. '¿Dónde está su hija?', le pregunté sin éxito al hombre que había perdido la cordura. Lo notaba en su mirada. ‘¡No la toquen!’ gritaba mientras abrazaba, casi asfixiando, a la niña. La orden había sido esperar a los paramédicos y psicólogos.
Un alarido proveniente de la cocina me obligó a abandonar mi escena. Fui allí. En el lavabo, pedazos de carne indicaban ser la fuente de alimento que mantuvo con vida a los Díaz. O al menos a dos de ellos. En la esquina, dos oficiales con los rostros sudados -uno de ellos sollozando- apuntaban con sus linternas al interior de un gran refrigerador.
Saqué la foto de la familia para reconocer al potencial muerto. Me acerqué tímidamente y adentré mi cabeza en el refrigerador. Entonces, la oscuridad.
El hedor, la putrefacción se metía por mis ojos, por mi nariz y corría como un río de sangre que se coagulaba en los cráteres de mi cerebro. La violenta imagen derrumbaba toda mi ética. La bajeza, el sufrimiento de las almas y cuerpos, llegaba a mi corazón y lo pintaba en negro carbón.
Escapé corriendo. No lo podía soportar. Una ansiedad extrema carcomía mis piernas arrastrándome a un solo lugar: a donde estaban el padre y su hija. Tomé la cabeza de ella para verle el rostro -frente a toda oposición paternal- y confirmé lo temido.
Salí afuera. Me asfixiaba. En el exterior vomité mientras una incipiente llovizna se deslizaba por los rostros lánguidos y pálidos de los espectadores.
La carne no resistió y caí de rodillas. Dentro del ‘Fénix’ había dejado todo: mis ideas, mi razón, mi memoria -su inocencia- y también, la foto de los Díaz. Había caído dentro del refrigerador: junto al cadáver despedazado de la pequeña Milagros.