Gertrud toma al niño de los pies. Lo eleva sobre el colchón de la camilla auxiliar. El colchón es de borra. Resulta incómodo para dormir, pero suficientemente mullido como para suponer que amortiguará la caída de un niño.
Gertrud piensa que si se le va a caer, al menos que lo haga en blando, que estos niños tan pequeños no tienen el cráneo bien soldado y a la mínima que se dan un golpe en la cabeza se quedan tontos. Y así, con el niño suspendido en el aire boca abajo, Gertrud se prepara para arrearle dos cachetadas en las nalgas como oyó a aquella señora alta que era preceptivo hacerlo. Esa señora alta era Helga Westermüller, la Directora de la Escuela de Pediatría de Leipzig.
Gertrud toma impulso. Quiere que el niño llore. Que un recién nacido llore es cosa necesaria. Ya no recuerda por qué, cuál era la razón para hacerles llorar al poco de sacarlos de la madre. Y si no lo recuerda no es porque sume tantos años de servicio, ayudando a traer al mundo buenos niños alemanes, como para que se le hayan desdibujado los principios teóricos que aprendió en la Escuela de Pediatría de Leipzig. Es simplemente porque nunca estudió allí. Gertrud es una impostora. Ni siquiera se llama Gertrud.
Trabajó en el servicio de limpieza de la Escuela de Pediatría dos semanas y, mientras arrastraba de un lado para otro el carro de las fregonas, escuchaba lo que les iba contando la señora alta al rebaño de alumnas con libreta. Al caer la tarde, con la escuela ya desierta, Gertrud se quedaba ensimismada en una esquina del aula de prácticas, atragantada con aquellas palabras tan bellas que había escuchado a lo largo del día, repitiéndolas hasta que las aprendía.
Con lo que memorizó y con un buen corte de pelo, consiguió el trabajo. Creyeron lo del título (el nombre de Gertrud Riedl caracoleando en todo lo alto, la firma del Decano más abajo). Y ahí está ella ahora, quién lo iba a decir, auxiliando a un médico de verdad, con el cuerpo de un varón de tres kilos agarrado de los tobillos. Ha sido su primer parto y la cosa ha empezado a asquearle bien pronto. Tanta sangre, tantos gritos, y ese persistente olor a alcohol que le impregna a una las narices por dentro.
El doctor, desde el otro lado de la camilla, la interrumpe en sus cavilaciones. Le dice que ya va siendo hora de que abofetee el culo del niño, que si no ve que va a asfixiarse. Y Gertrud piensa que era eso: si no lloran pronto, se ahogan. Decide retrasar el momento mientras se pregunta cuánto podrá aguantar la respiración un niño tan pequeño. Levanta la mano como si no fuera a demorar un poco más el instante en que propine los dos cachetes preceptivos, secos, directos a las nalgas, del modo rigurosamente exacto en que la señora alta precisó que debían darse.