Hace frío en la buhardilla. Las muñecas de ojos grises parecen vírgenes de cera. No dejo de pensar en el perro, destripado fuera de la caseta, su sangre llenando el bol de las galletas. Puedo verlo a través del pequeño rosetón que da al jardín. Hace rato que no oigo ningún ruido. Me escondí a toda prisa y sigo descalzo. Los chillidos de los ratones me estremecen y hacen cosquillas en los pies. No debo hacer ningún ruido. No debieron verme ya que nadie me ha buscado, creo que se han ido mas no estoy seguro. Si registran toda la casa me encontrarán, tarde o temprano. Empiezan a rechinarme los dientes. No sé cuanto tiempo llevo aquí. Mi aliento se hace humo cada vez que respiro. La penumbra me hace ver cosas extrañas.
Si vinieran mis tíos... No podré avisarles. Tendrán que usar el picaporte porque el timbre no funciona desde la tormenta de nochebuena. Todo está cerrado en estos días y los electricistas del seguro no trabajan, por mucho que anuncien “24h. 365 días”.
Mis padres...
Yacen tendidos en el comedor, abiertos en canal, las piernas rotas y las cabezas dislocadas hacia atrás como muñecos de trapo deshilachados. Primero fueron apalizados, cruelmente. A continuación, despacito y con parsimonia, la chica los manaitaba mientras aquel granuja los apuntaba con una pistolilla tan pequeña que parecía de juguete (nadie osó comprobarlo).
No encontraron nada y eso les cabreó sobremanera. La chica corrió hacia la cocina, cogió el cuchillo mas grande y se lo acercó al ladrón, que parecia su padre. Éste comenzó la macabra danza. Papá, abierto desde la tráquea hasta los testículos, arrancados éstos. Mama, penetrada con aquella fría y afilada hoja con la que, minutos antes, habíamos trinchado el pavo. Le practicaron una cesárea hasta el cuello. Mi hermana Violeta, no llego siquiera a respirar fuera del cuerpo de mamá y quedó exánime al otro extremo del cordón umbilical todavía latente. Luego los desataron y los arrojaron al suelo. Papa dió con la cabeza en la mesita de cristal que usábamos para las revistas, el café y los mandos de la tele, el DVD y la WII. Al romperse, miríadas de añicos se esparcieron por la alfombra nueva de color crudo, regalo de navidad de los tíos. Mamá cayó de bruces sobre ellos y acabó de partirse la nariz. Suerte que ya no podía ver pues al quedar boca abajo con los ojos como platos si hubiese estado viva no habría podido soportar aquella visión: la alfombra nueva que tanto le gustaba y tanta ilusión le había hecho, completamente llena de sangre, ella, maniática, que siempre llevaba los utensilios de limpieza en las manos...
Lo vi todo desde arriba. No pude siquiera gritar. Corrí en silencio hasta la buhardilla de los disfraces, donde guardamos ropa y trastos antiguos. Casi tiro a Papa Noel, que subía por la barandilla de la terraza. Una radio canta villancicos. Hace mucho frío en el desván y todavía no me atrevo a salir...