El grupo de bebedores que pasa los días en los jardines del cementerio reflexiona sobre los moradores del camposanto. Hay dos razones por las cuales los pobres no escriben testamentos, dicen: carecen de bienes para legar y saben que sus voces casi nunca serán escuchadas. Y cuentan la historia de aquel hombre que había tenido una última voluntad justa y razonable: quería que sus restos mortales fueran enterrados en la parte vieja de la necrópolis, para que pudieran desintegrarse en la tierra de los jardines, junto a los antiguos habitantes de la comarca. Había solicitado por escrito que sus restos mortales no fueran apilados en los nichos que se abandonan en la parte nueva del cementerio. Había hecho certificar el papel por un notario y lo había guardado en un sobre que permaneció sobre la única mesa de su hogar hasta el día de su deceso.
Cuando la dama de mirada gélida vino a buscar su alma, los deudos entregaron el sobre a las autoridades. Estas lo remitieron a los administradores del camposanto, quienes convocaron a los familiares y, con un tono distante y profesional, señalaron que por razones operativas hacían caso omiso del testamento y le asignaban al cuerpo del hombre su destino irrevocable: 3F8M. O sea: Pabellón 3, Pasillo F, Hilera 8, Columna M de la necrópolis. La octava era la hilera más alta del pabellón, la más alejada de la tierra.
Encerrado en un precario cajón de la madera, el cuerpo fue transportado hacia su alta celda de cemento. Un breve cortejo lo acompañó hasta la antesala.
El grupo de bebedores vio pasar a la escueta comitiva y brindó en su honor. Ese saludo es la ceremonia más importante de los bebedores, un ritual de despedida a los recién ingresados y, por qué no, también, un buen motivo para matar la sed.
Esa misma noche, las uñas de las manos inertes de aquel hombre empezaron a rasgar su primer escollo: la madera del cajón.
Semanas después, ahuecada ya la madera y vueltas a crecer, las uñas empezaban a desgarrar la dura placa de cemento que separaba la octava hilera de nichos de la séptima.
Jornada a jornada, las uñas agrietaban el cemento y por la hendidura bajaban los restos, nicho a nicho, hilera a hilera del pabellón. Los bebedores no los veían pero sabían.
Finalmente, en una noche sin tiempo, las uñas terminaron de rasgar la pared frontal del nicho de la primera hilera de la columna M del Pasillo F del Pabellón 3 del cementerio, y los huesos se dirigieron en fila hacia los jardines del camposanto, donde los cuerpos de los antiguos vivían su descomposición.
Cuando la caravana ósea pasó junto a ellos, los bebedores de la necrópolis levantaron sus copas y vasos y brindaron, por segunda vez, en honor del hombre que quería yacer en la tierra. Y esta vez sonrieron.
Luego, los huesos se hundieron, uno a uno, en la tierra del jardín central, entre las flores y la memoria de sus ancestros.