Al despertarnos una mañana, tras un sueño intranquilo, nos encontramos en la cama convertidos en monstruosos insectos.
Durante años intentamos ocultar nuestra condición, pero fue en vano. Señalaban nuestro caparazón y se reían a nuestras espaldas, tal vez imaginando nuestra incapacidad para dormir sobre el lado derecho. Forzosamente, no importa cuántas veces lo intentáramos, volvíamos a caer de espaldas.
Mayor dificultad tenía la acción de sentarnos en nuestros puestos de trabajo. Todos los que continuaban siendo “normales” parecían molestarse con nuestro padecimiento.
Poco a poco nos pedían que almorzáramos lejos, y se hermanaban en musitar su asco, cuando se apresuraban a abrir las ventanas y respirar aire fresco, distendiendo sus narices poco antes arrugadas. Solo podíamos mirar adelante, por lo que calculábamos mal la dirección y siempre terminábamos tropezando con los objetos y muebles más insospechados y, por supuesto, nunca podíamos llegar antes de las nueve.
Algunos decidieron suicidarse. Otros se empeñaron en salir cada mañana como si nada hubiera sucedido. Ahora hablo en plural, pero en aquel entonces nos sentíamos solitarios y únicos en la desgracia, intentando aproximarnos a todas aquellas puertas que siempre terminaban por cerrarse ante nuestras narices. ¿Dije narices? Lo peor era que todos lo sabían, comprendían que todo era muy raro pero solo para sus adentros. Cuerpos afuera se comportaban como si todo hubiera sido siempre así. Padres impacientes, golpeando a sus hijos mutados, retorciéndoles las antenas o patas para que caminaran más rápido, evitando dar la explicación debida a sus preguntas, obsesionados en el castigo a sus faltas, suplicando que desaparecieran, aún de la manera más cruel, camino al almacén de engendros, donde un tipo listo aseguraba que todas aquellas mutaciones serían bien atendidas, aunque al fondo se escuchaba el chasquido brusco de la cuchilla triangular cercenando miembros.