Se despertó tarde, la única obligación que tenía esa mañana era barrer y fregar el piso. Su mujer había ido al gimnasio y tardaría en volver. Después de desayunar barrió la antesala, la cocina y parte del salón, recogiendo polvo en bolas, y en hileras, pero le llamó la atención que aunque barriera y recogiera el polvo, cuando daba una nueva pasada con el cepillo volvía a aparecer de nuevo polvo en la parte recién barrida. Esto es problema del cepillo, se dijo, que los hacen muy malos, los primeros días barren bien y se mantienen limpios, pero al usarlos varias veces se le quedan pegados trocitos de alimentos, arenilla, pelos y, sobre todo restos de piel. Hacía unos días había leído que el polvo común que podemos encontrar en una casa es mayormente piel que muda el cuerpo humano, de ahí vendría la frase que inicia la cuaresma, "en polvo nos convertiremos", algo que, diariamente a todo el mundo le ocurre sin notarlo, sin sentirlo.
Tras esta divagación dio la vuelta al cepillo, y comenzó a arrancar trozos de polvo y pelo, convencido de que así eliminaría el contratiempo. Cuando acabó siguió barriendo tras el sofá. Su sorpresa fue mayúscula al comprobar que seguía saliendo polvo. Él barría y recogía polvo, lo hacía otra vez y ocurría lo mismo. Fue a otro lado del salón y crecía el polvo tras él. ¿De dónde salía? se preguntaba una y otra vez sin dejar de llenar el recogedor que ya rebosaba. No era posible que se reprodujera tan pronto. Apartó una mesa pequeña donde estaban la lampara, el wifi y el teléfono y comprobó espantado cómo brotaban silenciosas motas de polvo por el enchufe. Volvió a mover el sofá y la mesa para tener más espacio y ver mejor tanto el enchufe como el aparato de wifi que ahora había cambiado su iluminación amarilla y azul estática por una roja y en movimiento que empezó a encenderse y a apagarse emitiendo un sonido seco, como de martillazo ligero. Se tapó los oídos con las dos manos y empezó a decirse no puede ser, no puede ser. Fue a la cocina. Cogió el cubo de la basura. Estaba vacío. Lo llevó al salón. Echó el polvo del recogedor y volvió a barrer frenéticamente el salón de nuevo y, como el sonido del martilleo le atravesaba se puso los auriculares y buscó Radio Clásica, pero lo que empezó a sonar fueron esos ruidos machacones, repetitivos, industriales y casi insoportables propios de las resonancias magnéticas. Barrió del nuevo el salón, las habitaciones y el baño, pero en el pasillo se quedó atascado, barría una y otra vez las orillas de las paredes y el polvo se reproducía, comenzó a hacer montones con las partículas recogidas pues ya no le entraban en el cubo, ni de orgánico ni de plástico, y veía con rabia cómo parpadeaba el wifi, con una velocidad que le llevaba al abismo. Lo arrancó y siguió parpadeando. Lo pisó y el cable se le enrolló en el tobillo y le hizo caer. Desde el suelo desenchufó la fibra óptica y observó con pavor cómo el polvo comenzaba a cubrirle el cuerpo, mientras él se afanaba por quitárselo. Intentó gritar, pero no le salía la voz. Se agarró al sofá para poder levantarse, pero la gran cantidad de polvo que le cubría las manos se lo impedía, le iba faltando el aire, se fue venciendo.
Cuando volvió su mujer, lo encontró tumbado en el suelo. Los ojos muy abiertos. Incrédulos. Estaba hinchado. Muerto.