Rex tenía muchos años y los huesos doloridos, aunque eso no le impedía corretear alegremente por el jardín de la casa familiar las contadas veces que su dueño lo soltaba.
Su mirada era limpia, sincera, y estaba teñida por la confusión que afecta a los perros de caza cuando envejecen y dejan de ser útiles.
Rex olía un poquito mal, en parte debido a la ebullición de hormonas propia de los machos de su raza, pero también porque los cuidados que le dispensaba su dueño se limitaban a la comida, el agua y un cobijo.
Seguramente Rex fue feliz durante su larga existencia de rastreador infatigable. Los perros sólo viven el ahora, su vida es una sucesión de microvidas encapsuladas en infinidad de momentos apurados al máximo.
En uno de esos "ahoras", Rex contempló a su querido dueño acercarse a él empuñando un mazo. Aquel detalle no le llamaría la atención, ya que su dueño es un manitas al que resulta habitual ver con alguna herramienta en las manos.
Seguramente ni tan siquiera receló cuando el mazo se elevó por encima de la cabeza de su amo, plantado frente a él con una expresión neutra en el rostro. Tal vez el perro había comenzado a impacientarse cuando súbitamente el mazo descendió veloz como un rayo y le golpeó, causándole el dolor más insoportable que había experimentado jamás.
Los perros son animales consagrados a sus amos. Para bien o para mal, un perro siempre confiará en su dueño. Siempre querrá estar a su lado. El vínculo forjado entre un perro y el humano que le ha tocado en suerte es la expresión más pura, intensa y mágica de la lealtad. De la amistad. Del amor, si se quiere.
Puede que carezcan de raciocinio, pero es innegable que los perros sienten. De hecho, son máquinas de multiplicar el cariño: si les das 10, ellos te devuelven 100. Así sucesivamente.
Hubo un instante en el que Rex comprendió que su amo había decidido arrebatarle la vida. Es muy posible que el sufrimiento de Rex no comenzara tras el impacto del mazo, sino milésimas antes, cuando supo que iba a morir a manos del ser a quien había dedicado su existencia.
No, su amo no era el mejor de los humanos que conocía; pero habían sido compañeros durante una década larga. Presentir lo que iba a suceder tuvo que ser devastador para Rex. Aquella ejecución vulneraba un pacto ancestral entre especies: entre una bestia y un perro.
¿Cómo imaginar la mezcla de incredulidad, pánico, tristeza y decepción que invadió a Rex en aquel preciso momento, en aquella microvida encapsulada?
Rex era algo mayor, olía un poquito mal y tenía una mirada sincera, algo confusa. Era un buen perro, valga la redundancia.
Su dueño falló el golpe. No consiguió acertarle de lleno en el cráneo.
Así que Rex tuvo que contemplar, con el corazón hecho trizas y el cuerpo más dolorido que de costumbre, cómo el mazo se alzaba de nuevo.