Pocos sonidos más excitantes que el roce del marfil sobre la caoba de la ruleta, y cuando la bola se parase definitivamente en el 35-negro-impar-y-pasa, el Signore estaría arruinado por completo. ¿Qué pensaría el crupier al contemplar su rostro plácido y sonriente? Día tras día, durante diez años, le había visto ejecutar con frenesí su macabra danza autodestructiva alrededor de la mesa en la que él oficiaba de sumo sacerdote. ¡Hagan juego, señores! 'Rien ne va plus!' Su comunión nocturna de vino y fichas. Su plegaria final: hoy no había sonreído Fortuna, quizá mañana. Y después podía ir en paz. ¡Amén! Solo que ya no habría más “mañana”.
—Por favor… —dijo el Doctor, compañero de tantas noches de ruleta, mientras desplazaba un montoncito de fichas hacia las huesudas manos del Signore.
—Es el fin, ¿entiende? ¡Alégrese por mí!
El Signore colocó las fichas en mitad del tapete verde y gritó entusiasmado:
—¡Empleados! 'Grazie mille!'
El crupier se apresuró a recoger las fichas, porque la ruleta ya estaba girando. E hizo bien en darse prisa porque la bola se detuvo en el mismo número donde el Signore las había dejado de propina. Otra carcajada más del destino. ¿La última?
Desde luego, no era la primera vez que el azar o la necesidad se burlaban de él. Mientras cruzaba San Bernardo, su memoria retrocedía a la madrugada en la que se había batido a pistola en El Retiro con aquel médico despechado, que por celos había mancillado el honor de Alicia, su esposa. Ambos cayeron malheridos, pero el Signore quedó inconsciente. Su adversario aprovechó para mandar un emisario a Alicia con la falsa noticia de la muerte de su marido. Solo quería hacerla sufrir, pero ella, loca de amor y dolor, corrió a tirarse por el Viaducto; y él, ellos...
Cuando el Signore llegó a la tahona de Pez ya solo podía pensar en Alicia. Ordenó a los empleados que se marcharan y empezó a cocinar para dos. Extendió un elegante mantel y colocó la cubertería y el candelabro de plata en la mesa donde se amasaba el pan. Después, sirvió su mejor vino y en el centro, cuando estuvo lista, la pizza de boletus con esencia de trufa todavía humeante. Mañana aquel establecimiento no sería suyo, sería de los dos. Para siempre.
—'Mia cara', aquí mismo, dentro de muchos años estará el restaurante que soñamos. Llevará nuestro nombre —dijo el Signore saboreando el 'formaggio'—. Sí, en torno a una pizza como esta, 'amore', reirán los amigos, se querrán las familias, se celebrarán los buenos negocios. Y los enamorados se prometerán felicidad eterna. ¡Brindemos por nuestro amor indestructible!
Al día siguiente, mientras la ruleta giraba, el Doctor pensó en el incendio de la tahona de Alberto Lamucca. Una muerte atroz, pero ¿acaso su vida no lo era? Algunos testigos le habían visto bailar entre llamas con una hermosa mujer. Y parecía feliz. ¡Feliz! Esa palabra dolía mucho, tanto como el fogonazo de aquella vieja herida.