Por motivos de trabajo me mudé a Madrid hace ya unos meses, cerca de la Navidad. Tras una racha no muy buena laboralmente hablando, no dudé en aceptar la oportunidad y busqué piso en la capital. Una pequeña y antigua corrala en el centro de la ciudad, bulliciosa y alegre, fue mi decisión final.
Tras dormir mi primera noche en mi nuevo hogar, al salir camino de la oficina y doblar la esquina de mi calle, me fijé en una anciana que, parada en medio de la acera, e inadecuadamente vestida para el frio de diciembre, parecía mirar al infinito, absorta. Sentí lástima por ella, ya que se encontraba sola e, indudablemente, a juzgar por su actitud, padecía algún tipo de trastorno psiquiátrico.
Me la volvía a encontrar el día siguiente, esta vez en mi calle, a mi parecer vestida de idéntica manera al día anterior, esta vez me fijé un poco mas en ella, rondaría fácilmente los 80 años, algo encorvada, pero sin usar bastón alguno, vestía de negro salvo por unas medias grises. Pensé que probablemente la anciana salía a dar un pronto paseo matutino todos los días más o menos sobre mi hora de salida. De nuevo estaba sola y, de nuevo miraba sin ver, al infinito. “Es triste como la gente mayor vive en soledad”- pensé--
El tercer día, al abrir la puerta de mi portal, allí estaba, frente a mi edificio, parada, mirando, si es que se puede llamar mirar a lo que sus perdidos ojos azules hacían, y me sentí mal, y también furioso porque parecía que aquella persona, que no estaba bien, iba a ser mi primera compañía matutina un día sí y otro también.
Creo que era jueves cuando abrí la puerta de mi casa siguiendo mi nueva adquirida rutina y me la encontré, de pie en mi descansillo, un olor fuerte a viejo, a rancio, a ropa con humedad impregnaba todo el angosto descansillo.
-¿Se encuentra usted bien?, ¿Le ocurre algo? ¿le puedo ayudar?
Todas esas preguntas, realizadas por mi parte fueron respondidas con idéntico silencio y sin atisbo de movimiento alguno por parte de la mujer. Me sentía realmente incómodo, algo asustado y con evidente mala suerte por quien me había tocado de vecina, me marché de allí rápidamente.
Al irme a dormir, ese mismo día, pensé en si me la volvería a encontrar por la mañana en mi descansillo, y determiné llamar a emergencias comunicando que una persona mayor se encontraba desorientada y que necesitaba ayuda, pero no hizo falta.
El viernes estaba en mi pasillo, dentro de mi casa, caí al suelo y grité ¿Qué hace? ¿Quién es usted? ¿Cómo ha entrado en mi casa?, me levanté dispuesto a empujarla y, tan pronto como mis manos tocaron a la vieja comprendí, y aullé mientras huía, en pijama, a la helada calle.
Y ya no puedo dormir más de cinco días en el mismo lugar, porque ella siempre aparece, y cada día se acerca más, hambrienta, la muerte.