Mi primo me señaló la casa: “Esa es”. Lo siguiente que dijo me llegó a los oídos en una vibración tenebrosa, dejándome paralizado: “No eres capaz de entrar”.
La puerta estaba desportillada y cedió limpiamente. Dentro olía a cerrado, a podredumbre, humedad, orina y mil cosas desagradables más. La luz anaranjada del atardecer se filtraba por la ventana medio cerrada, lo justo para vislumbrar las siluetas de los escasos muebles que aún no se había llevado nadie. Me temblaba el cuerpo entero. Mi primo, situado justo detrás de mí, dijo: “Ve tú delante”. A lo lejos se oía el trasiego de los coches, un ladrido extraviado y el eco de las voces felices de los demás niños jugando. Cómo los envidiaba en aquel momento.
Conseguí avanzar unos pasos. Estábamos en un salón desierto en el que únicamente quedaban unas cortinas deshilachadas y dos sillas desvencijadas. Desde el salón, a través de un corredor, se accedía a las habitaciones que en su día fueron dos dormitorios, una cocina y un baño. “Vámonos”, susurré, “estoy muerto de miedo”.
--Espera –dijo él--. ¿has escuchado eso?
Desde la estancia del fondo nos llegó un susurro apagado. Pensé que se me iba a parar el corazón. Reuniendo todo el coraje que teníamos, atravesamos el corredor dando pasos cortos y muy espaciados, agarrados el uno al otro, maldiciéndonos en nuestro interior por tamaña estupidez. El susurro había mutado en un siseo cuyo eco me helaba la sangre. Nos dirigimos a la fuente desde donde llegaba el sonido. El suelo estaba sucio y pringoso. Nos armamos de valor y empujamos la puerta del fondo lentamente.
Sentí cómo todo se detenía a mi alrededor. Una haz de luz se filtraba por un ventanuco sucio y caía en diagonal sobre un jergón en el que una figura esquelética yacía inerme. De su brazo izquierdo pendía una jeringuilla. Un hilo de sangre se había deslizado hasta la punta de los dedos. Tenía los ojos cerrados y la boca abierta, por la que emitía aquel siseo de animal repulsivo. “Vámonos”, gritó mi primo, y empezó a correr. Durante un segundo me quedé inmóvil, observando aquel cuerpo escuálido rodeado de suciedad y tristeza, incapaz de correr. Entonces, se me apareció con claridad la figura de un anciano vestido de negro, de pie junto a la cama. Me miró con unos ojos vacíos y lóbregos como un pozo sin fondo. Unos ojos que jamás he olvidado. Se llevó el dedo índice de la mano derecha a los labios y pude ver --como veo la mano que escribe esto ahora-- al espectro sentándose a los pies de la cama, mirando ahora al moribundo con una expresión de pena infinita en el rostro vaporoso.
Corrí despavorido, tropezándome y cayendo varias veces, sintiendo el aliento helado de la muerte sobre mi nuca a cada paso, hasta conseguir salir de aquella casa.
Lo último que vi, antes de que todo se desvaneciera, fueron los ojos desconsolados del anciano vestido de negro.