Se acercaba la hora. Había logrado huir la mayor parte del día, pero el peor enemigo no había atacado aún. Zigzagueando entre bolsas, vasos descartables y objetos puntiagudos comenzaba a impacientarse. El desorden lo sacaba de órbita. Aborrecía con todo su ser el territorio desconocido; no conseguía asimilar ni recordar dónde se encontraba. Mientras caminaba sin rumbo notó de reojo que alguien se acercaba velozmente, y él estaba interfiriendo en su camino. Intentó moverse pero las ondas neuronales llegaron demasiado tarde a sus piernas y sintió el impacto, que le provocó un terrible dolor en las costillas y la inevitable caída sobre el repugnante fango.
Durante unos minutos se quedó pegado al suelo, inmóvil, aferrándose a sus rodillas. Sintió manos que querían levantarlo, bichos que caminaban sobre él como si fuera parte del sendero, hojas que el pesado viento soplaba sobre sus brazos, pero no quería moverse hasta que el enemigo dejase de amedrentarlo. Su tiempo aún no había llegado.
Las arrugas en la remera, la tierra rozándole la piel, los cordones desatados eran solo algunas de las cosas que lo incomodaban en ese momento. El tiempo pasaba con lentitud, cuando algo viscoso le lamió la cara, pero no se inquietó. Sabía de qué se trataba. Era Toby, el único que lo entendía. Se quedó acariciándolo hasta que sorpresivamente una enorme garra lo levantó en milésimas de segundo. Como un osito de peluche atrapado por la máquina, sería removido de la tranquilidad de su hábitat, para ser depositado sobre una silla en el mismísimo infierno, la mesa familiar. Y eso significaba una sola cosa: el tiempo había llegado.
Preparó sus defensas tan rápido como pudo. Se colocó los audífonos, acomodó el cojín y cerró sus ojos. Ni siquiera tuvo que mirar el reloj para darse cuenta de qué hora era. Chirridos, punzantes chasquidos de copas, movimientos bruscos, gritos ensordecedores. No soportó más. Tenía que escapar. Saltó de su silla y comenzó a correr. Sorteó con destreza animal todo obstáculo que encontró a su paso, y cuando solo lo separaban dos metros de la puerta de salida, alguien lo tomó de la cintura para tornarlo, nuevamente, rehén del mismo terror.
Respiró hondo, intentó poner la mente en blanco y casi lo consigue, hasta que advirtió, a través del cristal de la ventana, a su padre concediéndole al enemigo la chispa de vida que este necesitaba para poder expandirse. Se hizo un ovillo en el frío piso y su pesadilla se transformó en realidad. Sintió que le pegaban un balazo en la cabeza, sus oídos querían destripar su cerebro, estaba completamente paralizado. Ni siquiera el cerrar de los párpados logró detener los ataques de luces que llegaron a lo más oscuro de su alma. De esa noche solo quedaría el eco de los estruendos; y el autismo que seguiría siendo su verdadero enemigo.