Como me quedaba el reloj de pulsera, vi que eran las once de la noche…, y puntual como siempre, aparecía Trufo bostezando. El minino se arrimó presuroso a las piernas de Irene, llegando a voltear el cuerpecillo peludo a sus pies. Tras unas leves caricias que dibujaban despedida, ella contempló mis ojos, y pudo ver el asentimiento en ellos. Era una pena dejar fuera al gatito, así que sin dudarlo, volvió a abrir unos centímetros la puerta de la casa tomada, e introdujo por el resquicio al animal. Cerró de nuevo, y un ahogado suspiro le surgió de los labios. No pudimos sino volver a abrazarnos.
̶ Tengo frío ̶ musitó algo avergonzada, entre la tela de pelo enmarañado que me tapaba el oído ̶ . ¿A dónde vamos a ir ahora?
Sólo pude guardar silencio.
En ese momento, la pesada puerta se abrió unos instantes a nuestra espalda. Nada pudimos ver de su interior, al ser tan leve y fugaz el movimiento. Algo descansaba sobre el escaloncito. Ambos nos giramos sin despegar el contacto de nuestras manos. Parecía una bufanda, mullida y esponjosa de pelo gris, perfectamente doblada sobre la piedra. A su lado, lo que nos recordó a sendos pares de guantes bien enrollados, y media hogaza de pan aún humeante, sobre un plato de loza que reconocimos de inmediato.
Al acercarnos, pudimos comprobar con asombro que la bufanda era la piel de trufo, doblada y dispuesta, como en una tienda de las de antes. No lo tocamos, pero el pelaje era inconfundible. A su lado, los dos pares de guantes se presentaban con el aspecto de ratoncitos que nuestro gato no había podido aún cazar. Las largas colas, servirían de cuerdecita para poder ajustarlos a las muñecas.
Irene examinaba mi rostro, apenada y entristecida ante aquella extraña visión, pero aún así, recogió el pan y acarició el plato con nostalgia. Cuando volvió a mi lado, los enseres colgaban de una de sus manos. Ella me ofreció la otra con el pan, pero la piel de ésta, aparecía ahora helada por el frescor nocturno que nos rodeaba.
̶ Creo que te hará falta algo más de abrigo, quizá un gabán.
Mi mano apretó la suya con ternura. Irene bajó los ojos, y me abrazó como hacía años que no lo hacía. Oculté el reloj de pulsera en uno de sus bolsillos con disimulo. <>, me alcanzó a susurrar mientras yo ya caminaba de nuevo hacia la puerta. Por última vez, la contemplé bajo la luna, de pie en el zaguán en el que hacía no tantos años, jugábamos como niños, y con unos labios desaparecidos por la tenue iluminación de la noche, pude vislumbrar como me lanzaba un beso.
̶ Yo también te quiero ̶ respondí.
Entré en la casa tomada, y cerré la puerta tras de mí.