Marcial se sienta a comer cubierto hasta la cintura por la arena roja del cementerio. Cuenta los trozos de carne en el plato. Uno, dos. A Marcial le encanta contar. Devora hasta la comida de sus perros, y les chilla como un demonio si se quejan. La cabeza machacada de la muerta de hoy descansa entre sus botas, en un saquito. Él le da golpecitos con el pie derecho, por superstición.
«¿Te interesa el perro o no?», pregunta el enterrador mientras mira al chucho más viejo. Con él pretende pagar el alquiler de este mes. En el animal se percibe una mezcla de tensiones genéticas. El olor a carne atrae a Míster Bones, que corretea hasta los pies de su dueño, asfixiándose por el camino. Hunde el hocico en el saquito; es perro viejo y sabe cuál es la pieza más suculenta del amasijo de vísceras.
«Este perro que tenéis no vale ni la comida que recibe», dice el casero. Vista la perdida de tiempo, coge la chaqueta. El tufo a carne deglutida cae pesadamente sobre la habitación. «Qué sabrás tú de perros», dice Marcial al levantarse. La manada hace lo mismo, pero más despacio; sus costados suben y bajan exageradamente, se les notan las costillas, están flacos. El spaniel negro es atrevido y rompe la cortesía en la puerta de la casa. Dos lengüetazos tímidos y ya roe los cordones del extraño, que lo despacha de una patada instintiva. Marcial no tarda en contar rugidos entre la jauría: de hambre o de odio, no sabe. Hace un año el casero les amplió el patio, sabiendo que no podrían pagar la ampliación de metros cuadrados. «Os tendréis que marchar, entonces», le dijo a Marcial. Ahora el enterrador sonríe; ese odioso patio se ha convertido en mucho espacio para que corran los perros.
El casero comete el error de escapar de allí a la carrera; detrás de él salen ocho perros que cuenta Marcial. Su presa no alcanzará la calle ni el vehículo, lo sabe. Se desvía y salta al otro lado de la reja; levantando una nube de arena roja. Se tira dentro de una tumba vacía, a tres metros de profundidad. Marcial lo sabe porque la ha cavado esa misma mañana, para su mujer, asesinada con bestialidad mientras transportaba droga para pagarle al odioso casero. Los desnutridos animales llegan a la fosa y le dan vueltas, como en un ritual. Gruñen, muestran los colmillos y echan su espuma cenagosa sobre el casero.
Marcial llega con una pala. Mira dentro y se encoge de hombros. Empuja con suavidad a sus animales como si fuesen trozos de carbón que echa a un horno. Solo Míster Bones se arroja solito; ese viejo rompecabezas canino daría todo por los suyos. Marcial piensa en cavar otra fosa, mientras los gañidos animales callan al humano en el angosto agujero. Lo hará con las uñas, como los perros: esos chuchos que siempre encuentran huesos, pero que también saben enterrarlos y nunca olvidan dónde lo han hecho.