El espejo del baño lo engañó, dejándolo conforme con su aspecto de señorito refinado. Escondió las mejillas bajo la solapa para evitar la llovizna nocturna y cruzó la avenida empedrada sorteando los pequeños charcos que se confundían con los adoquines. Se detuvo frente a la puerta de maderas viejas que enseguida se abrió, permitiéndole el paso.
No recordaba por qué estaba en un lugar tan lúgubre, pero uno de los departamentos del cuarto piso lo atrajo con su luminosa entrada.
—Hola. Vengo a la fiesta —dijo a varias hermosas jóvenes sonrientes.
—Adelante, pasa, te estábamos esperando —contestó una de ellas.
Se rompió el cordón umbilical con su pasado cuando la puerta se cerró. El lugar, con luz tenue y música de fondo, estaba lleno de mujeres. No comprendía, pero… ¿Por qué debería preocuparse? Ellas fumaban largos cigarrillos y festejaban a carcajadas sus comentarios. Parecía una boda de la alta sociedad.
—Sin ti, la fiesta no podía empezar —dijo la morena de ojos verdes.
—Siempre es igual —alardeó él.
—Bueno, en realidad estamos aquí porque tú nos propusiste matrimonio —comentó ahora la rubia, mientras se retiraba un mechón que le caía persistentemente sobre los ojos. —¡Es tan excitante!
—¿Yo te propuse matrimonio, dices…? Te aseguro que lo recordaría.
—¡LO HICISTE CON CADA UNA DE NOSOTRAS! –Respondieron al unísono.
La amable mirada de las jóvenes dejó de serlo, como si por un encantamiento infernal se hubiesen envenenado.
—¡NO ES JUSTO! —Gruñó la más alta.
—Yo no las conozco, estoy aquí porque...
—¡PORQUE NOSOTRAS TE INVITAMOS! —Dijeron a voces.
Todas en el salón se voltearon a verlo y la música se detuvo.
Estaba en problemas, y cuando hicieron aquel movimiento de manos ya no tuvo dudas. Tenían unas cuchillas enormes. Notó el filo de una demasiado cerca. Fueron rodeándolo con sigilo.
Retrocedió. Abrió la puerta ágilmente y la cerró. Corrió por el pasillo oyendo a sus espaldas los taconeos de una multitud enceguecida de fieras. Habían dejado caer su disfraz de belleza y elegancia.
Encontró un ascensor. Oprimió uno de los botones a su derecha. Alcanzó a ver las ahora desagradables mujeres, que blandían con brutal sed de sangre las cuchillas.
La puerta se abrió. Era la azotea. Se acercó a la orilla del edificio y comprendió que estaba acorralado. Volteó a ver el abismo, tan oscuro, tan indecente. En ese instante se encomendó a Dios y dio el siguiente paso mientras las bestias estaban a punto de ejecutarlo.
—¡Diablos, estoy a salvo! —Masculló, viendo incrédulo hacia la azotea.
Se sacudió las mangas del saco y fue hasta una parada que divisó. Se colocó junto a una joven que también esperaba. A lo lejos podía verse venir el autobús. La muchacha volteó a verlo.
—Es una suerte. Ya viene —murmuró él.
Ella asintió con una sonrisa hermosa, viéndolo a los ojos.
Pero por un instante ella desvió la mirada hacia sus espaldas. Él notó el sutil vistazo y volteó. Las horripilantes mujeres babeantes estaban allí y juntas lo apuñalaron con desesperación.