Bajo la negritud de la madrugada fue cuajando la atrocidad que acabaría por perpetrarse sin remedio, apenas el viento arrastrase consigo el ropón borrascoso que cubría el cielo, dándose así cumplida certeza, cual fatídica sentencia, a la profecía que años antes fuera proferida con voz cavernosa por la bruja, quien acabó sus días siendo asesinada a pedradas por sembrar el terror entre la población con sus palabras agoreras.
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Los resplandores malvas del rosicler esbozaron un escenario de tragedia. A contraluz, el poblado no era sino un amasijo de destrucción. Habían sido desgarradas las pieles de bisonte que procuraban abrigo e intimidad a las chozas, quedando al descubierto los fracturados esqueletos de caña que les daban sustento. La tierra, sobre la que apenas unas horas antes florecía la vida, quedó transfigurada en un lodazal sanguinolento que parecía haber sido arado por la Parca. Cuerpos de hombres, mujeres y niños, que a la heladora intemperie aparecían descuartizados de manera salvaje, bosquejaban un enredo de despojos de muerte, sin que hubiese un solo superviviente que pudiera dar testimonio de la carnicería acaecida.
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En la hondura del silencio, y cual espectros que se lamentan al no hallar una tumba en la que yacer por toda una eternidad, parecían jadear los vítores que los miembros de la tribu le lanzaron a Lhingors al abandonar este el poblado. Los guerreros más valerosos quisieron acompañarlo en su última batida. Pero él, respetado jefe del clan, se negó, confiado de que se bastaba solo para dar caza a la rabiosa pareja de lobos que estaba diezmando a los rebaños de ganado. Los ojos se le tornaron aguanosos al girarse para mirar de nuevo a su mujer e hijos. Un pellizco encogió el ánimo de todos al ver cómo la poderosa figura de Lhingors parecía desvanecerse en la espesura que formaban las titánicas y centenarias secuoyas del bosque.
Tras varios días sin tener noticias de Lhingors, ya con el viento del norte helándoles la sangre, el pánico comenzó a embargar a niños y mayores, amedrentados ante la seguridad de que habrían de vivir la peor de las suertes al creer irremisiblemente perdido al mejor guerrero, el único que podría defenderlos de los depredadores en caso de ataque, que temían inminente.
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Al retirarse el manto de nubes y quedar el firmamento despejado, la luna llena y el fulgor de las estrellas desataron la tragedia: dentelladas, desgarros, muerte y absoluta destrucción. Y la serenidad que atesora el romper del alba estremecida por un alarido descarnado aullado por Lhingors, quien cayó al suelo fulminado, el pelaje de su transfigurado cuerpo cubierto de sangre, en sus fauces aún jirones de carne humana…