El conductor, pelo al cepillo, bigote canoso y finas estrías junto a los ojos, acciona la palanca y la puerta se abre. Quien sube al autobús es un sujeto alto y delgado de piel muy blanca. La temperatura del habitáculo baja, de golpe, varios grados y más de un pasajero tirita. El día se tiñe de gris mientras el gélido viento del norte comienza a soplar con violencia.
Los ojos del hombre delgado están clavados en el retrovisor. El chófer conduce con seguridad, tarareando por lo bajo una canción antigua que, sin saber el porqué, se le ha venido a los labios. Poco a poco las conversaciones se apagan y solo se escucha el ronroneo del motor.
Empujados por invisibles garras, todos los pasajeros bajan en la plaza de arriba y ahí se quedan, desconcertados, ajenos a las calles, mirándose unos a otros como náufragos.
El conductor, cuyo pelo ha adquirido en segundos el color de la nieve sucia, se queda solo con el hombre de la piel blanca. Siente sus ojos en la espalda y se estremece. Su voz le suena extraña y familiar a la vez.
—Hoy es el día —le dice sin preámbulos.
El conductor asiente. Por su mente desfilan, rápidas, nítidas como helados fogonazos, las escenas de su vida.
—Esto era todo —susurra con mansedumbre.
Con un leve temblor arranca, acelera con furia, baja la empinada cuesta en punto muerto y despeña el vehículo en la primera curva.