Mamá sintió las primeras contracciones mientras terminaba su segundo cubo de palomitas. Había decidido acudir sola a aquel estreno, tan anunciado en televisión, porque papá odiaba este tipo de películas y prefirió quedarse en casa haciendo puzles con Marcela y Matías, mis hermanos. Justo cuando el cura levantaba un crucifijo sobre la frente de aquella niña, que giraba su cuello como un tiovivo, asomé tímidamente la cabeza. Alguien debió percatarse de aquello y avisó al acomodador del inminente parto. Se produjo un barullo tremendo entre los asistentes. Algunos gritaron y la mujer que estaba a nuestro lado se desmayó.
Pocos minutos después, un grupo de sanitarios entró a la carrera. Tumbaron a mamá sobre una camilla, le pusieron un suero y, supongo que, algún relajante. La recuerdo pataleando, profiriendo todo tipo de insultos para que le permitieran acabar de contemplar aquel exorcismo... Con la sirena ensordeciendo mis oídos llegamos al hospital materno infantil.
Es cierto que la visión de aquella terrible escena supuso un trauma para mí. Son secuelas que arrastro desde entonces, aunque mi psicóloga opina que estoy muy cerca de superarlo.
Cada cumpleaños mi cabeza emerge para apagar las velas de mi tarta. A medida que pasa el tiempo consigo permanecer fuera un poco más, sin embargo al final prefiero regresar al confortable útero materno donde todo es cálido y silencioso. Lo asumo: cogí miedo al mundo.
Papá nos abandonó la Navidad siguiente. En una nota pegada en la nevera escribió que no soportaba aquella situación. Mamá lloró mucho.
Mi hermana Marcela no ha faltado a ninguna de nuestras celebraciones. Se casó con un buen hombre y tiene una niña que, según todos, se parece mucho a mí. Es pecosilla, pelirroja y muy simpática y, cuando aparezco, es siempre la primera que acude a felicitarme. Creo que es quien más me hace confiar en la humanidad. Me ha emocionado sobremanera el collar que me ha regalado en esta ocasión.
Mamá se encuentra cada vez más pesada. Es normal. Entre las dos estamos eligiendo una habitación doble, decorada con motivos zen, para cuando mi proceso termine. Aunque no quiero precipitarme hasta estar completamente segura.
Matías este año ha venido solo y, entre sollozos, nos ha confesado que, probablemente, sea la última vez. Su esposa es muy rara. Desde el principio lo intuimos. Dice que el espectáculo de verme salir para apagar las velas mientras entonamos el ‘cumpleaños feliz’ es insano, propio de unos monstruos y que le producimos escalofríos. Lástima. Por quién más lo sentiré será por mis sobrinos, que disfrutaban a rabiar cuando les leía alguno de los cuentos que escribo. Comencé a hacerlo hace un par de años. Mamá me animó y, en ocasiones, hasta he ganado algún premio literario.
Confieso que la noticia de no volver a tener la visita de Matías ha supuesto un duro revés en mi terapia, pero mamá y yo somos fuertes y vamos a intentar remontarlo con la inestimable ayuda de nuestra psicóloga y la literatura.