A Pablo le habían dicho que no entrara en el cuartito del garaje.
Cuando era pequeño, su madre no necesitó muchas explicaciones para convencerle. Tampoco podría abrir la puerta aun queriendo, pues lo tapaba un colosal armario con baldas repletas de herramientas, y un niño de siete años no era rival para tal obstáculo. Con el tiempo, dejó de preguntarse qué habría detrás y asumió con naturalidad que el cuartito estaría vacío, sucio, o en obras.
Sin embargo, a los ocho años, Pablo comenzó a tener una pesadilla recurrente, en la que un niño idéntico a él jugaba con un tren de hojalata. La secuencia se reproducía desde una esquina. La puerta crujía, y entraba dando zancadas la aterradora figura de un payaso con el maquillaje difuminado. El Pablo soñado, no obstante, seguía jugando, sin percatarse de su presencia. Ni siquiera apartaba la mirada cuando el extraño sacaba un bate y le golpeaba con todas sus fuerzas. Después, el sueño acababa.
Cada noche, Pablo se levantaba con un espantoso dolor oprimiendo su estómago, con la muerte amenazante. Solía llorar, en silencio, bajo las sábanas, jurando que aquella sería la última noche que dormiría.
Pero los días pasaron y Pablo supo que era inviable permanecer despierto para siempre. Así que se enfrentó una y otra vez al sueño, intentando moverse sin éxito por aquella tenebrosa habitación.
Otras noches intentaba advertir a su gemelo, implorándole que huyera. El niño, sin embargo, no parecía escuchar su voz. Con los meses se acostumbró a levantarse tiritando, empapado de lágrimas y sudor.
Hasta aquella noche.
Eran las tres de la mañana. Pablo acababa de cumplir nueve años.
—Pasajeros, todos a bordo del Orient Express —se oyó un eco por el pasillo. Intrigado, siguió la voz hasta el vestíbulo. Pero no venía de ahí—. ¡Suban rápido!
Ahora estaba claro: la voz procedía del garaje, concretamente del cuartito. Sintió un escalofrío recorriendo su columna. Instintivamente, comenzó a quitar cajas de herramientas, botellas y barreños hasta vaciar las baldas. Con dedos trémulos, deslizó con sorprendente facilidad el armario.
Había llegado el momento. Después de tanto tiempo, al fin se encontraba frente a la puerta. El pomo estaba carcomido y le faltaba un trozo; con un empujón, abrió la puerta. Al mirar dentro cayó de rodillas, despavorido.
En el centro de la habitación, estaba el cuerpo inerte del Pablo de sus sueños, al lado de una esbelta figura, también inmóvil. Al acercarse a ella, descubrió con horror que era su madre, quien tenía una atroz herida en la frente. Notó las lágrimas rodar por sus mejillas, y sollozó hasta que notó unos pasos detrás de él.
Era su madre. Ella tampoco dijo nada; observó la escena en silencio, abrazada a su hijo, y lloraron juntos. Había llegado el momento que más temía.
Cogió a Pablo de la mano y, con voz dulce, le calmó antes de comenzar a contarle la historia de su padre, un payaso fracasado y alcohólico, y el terrible crimen de esa noche, años atrás.