Cuando el viento mecía la persiana de la habitación azul del pequeño Elliot, el sonido que producía parecía algo más que un suceso anecdótico. Al chico le parecía una advertencia. No era la primera madrugada que suplicaba bajo las sábanas. Y mientras rezaba los versos que alguna vez había escuchado cantar a su abuela en misa, algo le acariciaba los pies por encima de la colcha.
—¡No, por favor! —suplicó el pequeño, roto en lágrimas.
La luz se encendió y se apagó seguidamente durante algunos segundos. Luego escuchó unos pasos y la puerta de su habitación abriéndose. Cerró los ojos y deseó con todas sus fuerzas que la noche acabase cuanto antes, y como si algo pudiese leerle la mente, sintió pisadas acercándose de nuevo hasta su lecho. Su cama se movió lateralmente, como si intentasen levantarla. Luego las sábanas se deslizaron con fuerza hasta quedar a la altura de sus tobillos. Entonces, le pareció escuchar voces de niños; dulces voces que le invitaban jugar. No podía moverse por más que lo intentaba.
Elliot se tapó la cabeza con la almohada, apretándola tanto como pudo. Gritó, pero su voz parecía producirse sólo en su interior.
—¡Todo irá bien! —le dijo una voz que no conocía.
Un nudo en la garganta le impedía dar respuesta alguna. Algo le sujetó los brazos con fuerza. Contó tres manos, quizás cinco. Luego las luces encendidas cegándole por completo. Ahora no podía incorporarse, un peso enorme le empujaba como la misma gravedad. Sintió un pinchazo en el muslo, y con él un fogonazo recorriéndole la carne. Las voces infantiles volvieron a alzarse por encima del resto de los estímulos. Le pedían jugar al escondite, y a la vez reían como burlándose de lo que le estaba pasando. Vio sombras y rostros sin ojos, azabaches como la madrugada.
Elliot se mareó, y el techo de su habitación roja dio vueltas. Ya no tenía manos sobre su cuerpo, ni voces pronunciando su nombre. Las luces continuaron apagadas mientras los ojos del pequeño se perdieron en el vidrio de la ventana. El fuego que recorría su cuerpo le trajo un sabor amargo, pero las lágrimas cesaron. El viento dejó de soplar, y las sábanas volvieron para abrazarle.
En su habitación blanca, el pequeño Elliot duerme inducido por los fármacos. La luna se asoma por el ventanal para despedirse. El paciente ahora descansa.