No hay mayor terror que las oscuras visiones que asaltan a un hombre en medio de la noche, cuando está desnudo y desarmado, tendido en el lecho, a merced de las traiciones de sus enemigos y las sombras de su mente. Yo, que he guerreado en los campos de batalla, he visto la muerte reflejada en los ojos de miles de soldados y he sentido el frío aliento de las más desleales ambiciones en los rincones de mi palacio, nunca me he sentido tan vulnerable como en la soledad de mi cama. Cuando un hombre se aferra a la empuñadura de su espada para conciliar el sueño, cuando duerme junto a su arma en vez de hacerlo junto a su esposa, es porque el más irracional de los temores le ha quebrantado los huesos y le ha traspasado el alma.
Desde que llegara a Alicante no he conseguido dormir. Hace de eso ya tres días. Cuando cierro los ojos…Veo los ojos del alcaide castellano, del infame Nicolás Peris, mirarme fijamente, suspendidos en el espacio, como dos llamas encendidas por el odio. Y, arrastrándose por el suelo, su mano izquierda, aquella que aferraba las llaves del castillo aun después de ser cercenada. Veo las partes de su cuerpo desmembrado aparecer entre las sombras para unirse en aquella figura altiva que me sigue retando desde el tiempo. Enseguida abro los ojos pensando que esta visión desaparecerá. Pero sigue ahí, imperturbable, desafiante, como si hubiese saltado del sueño a la realidad.
No puedo quitármelo de la cabeza. Una defensa tan valerosa merecía una noble sepultura en vez de arrojar sus despojos a los perros. Me decía, para acallar mi conciencia, que su comportamiento había sido propio de un traidor. ¡Y a fe mía que lo era! Un traidor al rey Sancho y a los acuerdos firmados por Castilla en Monteagudo. Nicolás Peris debía entregarme el castillo sin ofrecer resistencia. Era su obligación. Cuando declaró que sólo rendía fidelidad a su señor castellano, no se refería al rey Sancho ni a su hijo, el rey Fernando, sino a la memoria del rey Alfonso al que había jurado eterna lealtad.
Completado el asalto y decantada la batalla a nuestro favor, Nicolás Peris siguió sin dar su brazo a torcer y tuvo los arrestos de enfrentarse a mí en combate singular, hasta que me hirió en un hombro y consiguió desarmarme. Fue la espada de Ramón d’Urgt la que venció a Nicolás Peris, no la mía. Por eso le entregué el mando del castillo.
No puedo dejar de pensar que, de haber combatido a solas, la victoria hubiese sido del alcaide. Por eso viene a buscarme cada noche; para repetir el combate y reclamar lo que es suyo. ¡Ahí está! Blande la espada en una mano y en la otra agita las llaves del castillo. ¿No las oís? Me llama. Está dispuesto a luchar. Como cada noche. Como todas las noches. No hay mayor terror que las oscuras visiones…