La despertó una fuerte luz en los ojos, un foco enorme que no le permitía ver nada. Se tapó la cara con las manos y sintió la sangre mezclada con tierra en sus dedos. Durante una fracción de segundo, identificó frío en el cuello, dolor en las piernas y angustia en el estómago, pero no tuvo tiempo de nada más. La voz sonó retumbando a su alrededor, de forma envolvente y lejana. Provenía de todos lados y de ninguno. “Si no empiezas a correr, mueres”. Y cegada aún, comenzó a correr. A medida que avanzaba, fue consciente de varias cosas: estaba descalza, el suelo era de tierra, hacía mucho viento y el aire olía a mar. Sin embargo, cuanto más corría, más cerca tenía el foco de luz y era imposible abrir los ojos e intentar identificar dónde estaba. Por el calor que sentía en su piel, pensó que estaba a punto de toparse con una estrella incandescente, la lava de un volcán o una enorme hoguera, pero nada de eso sucedió.
Cuando las piernas comenzaron a flaquear, una idea cruzó por su mente como un rayo de esperanza: parar, caer y abandonarse a su suerte, fuese cual fuese esa suerte. Y como si alguien o algo le estuviera leyendo la mente, la voz sonó por segunda vez y no dijo exactamente lo mismo, fue más escueta y precisamente por ello, aún más aterradora. “Si paras, mueren”. Ese plural hizo que corriese más rápido, más desesperada y si bien hasta ese preciso instante había corrido en silencio, empezó a gritar. No lloraba, gemía o pedía ayuda, simplemente gritaba y cada vez más alto, como si cada grito le permitiese dar la siguiente zancada. Y así siguió hasta perder la noción del tiempo y el espacio. Hubo un momento en que llegó a pensar que ese había sido siempre su estado natural, correr a ciegas sin saber dónde ni porqué, persiguiendo una luz inalcanzable.
Cuando ya empezaba a caer en un estado casi inconsciente, lo vio. La luz había bajado su intensidad, y el puente se distinguía con claridad. De piedra, grande, largo; casi eterno. Apretó el paso. Sus pies le dolían cada vez más, le costaba respirar, sentía ganas de vomitar, y le pareció estar desvaneciéndose entre la bruma que cubría el puente. Entonces oyó la voz una tercera vez, más fuerte que nunca. “Si saltas, se acaba” Y fue entonces cuando se dio cuenta de que el puente no llevaba a ninguna parte, que acababa en unos metros y que más allá ya no estaba la luz sino solo oscuridad. Y por primera vez desde que había empezado a correr, su corazón empezó a latir de forma pausada, casi imperceptible, y sus piernas la obedecieron una última vez. Tomó impulso y saltó al vacío.
Mientras caía tan lentamente que parecía volar, oyó de nuevo la voz. “Gané”.