…”Esto ha sido todo lo acontecido en este Jueves 9 de Noviembre de…”.
Apagué la radio dejando la cocina en un silencio abrumador, solo roto por los platos al dejarlos en el fregadero.
Desde muy pequeño siempre le he tenido miedo a la oscuridad, no un miedo irracional a la propia oscuridad de la noche, más bien a no estar del todo seguro de cuanto me rodease, nunca he sentido más animo que durante el día.
Cerré la ventana con su pestillo, corrí los gruesos cortinones, apagué la luz de la cocina y me encaminé a acostarme. La noche que minutos antes, parecía tan tranquila y sosegada, se había llenado de sonidos, traté de apaciguar mi mente, todos esos ruidos eran perfectamente normales, ya conocía esta situación, y no por frecuente resultaba más agradable.
Tras encajar cada sonido con sus respectivos elementos, pude meterme en la cama, en la izquierda, mi lado preferido para poder dormir. La luz de la mesilla era muy tenue, iluminaba la alcoba con una luz cálida pero escasa, la apagué y me arropé. Ya no oía ninguno de aquellos ruidos, todo estaba en calma, suspiré y empecé a repasar mentalmente el día en imágenes rápidas, lo hacía cada noche, era una costumbre que adquirí siendo apenas un niño, un pequeño truco para conciliar el sueño en poco tiempo.
Pasados unos minutos, ya me encontraba en la fase en que, apenas consciente, los sueños comienzan a formarse, a generar imágenes ilusorias entre la realidad y la ficción, cuando tuve la sensación de que se abría la puerta del dormitorio; quizás pudiese ser el aire, la verdad que era noche ventosa. Continué durmiendo, no abrí los ojos, ni siquiera empecé a pensar de manera consciente, mañana lo comprobaría.
En ese mismo momento noté como la cama se inclinaba por el lado derecho, hundiéndose levemente el colchón, las mantas se abrían, y una mano empezó a deslizarse por mi hombro acariciándome firme pero levemente.
“Que bien”, pensé, “ya ha llegado”.
Con un movimiento reflejo comencé a acariciarla, “que fría tiene la mano”, cuando de repente, en apenas una fracción de segundo, recobré la lucidez.
“Pero… Si vivo… ¡solo!”.
Abrí los ojos hasta casi salirse de mis orbitas, pero no pude ver nada, con las pupilas dilatadas al máximo no podía ver en absoluto nada, traté de buscar el interruptor de la lámpara en la mesilla, extendiendo el brazo y tanteando en la oscuridad, pero decenas de manos se interponían en mi objetivo, algunas me agarraron ferozmente del brazo, otras me palpaban como yo hacía buscando una luz reveladora, salvadora, en ese frenético momento solo escuchaba en los oídos los brutales latidos de mi corazón al borde del colapso.
Algo se cernió sobre mí, reduciéndome al silencio, acercando su cruel boca, una voz me susurró al oído, tan cerca que pude notar su gélido aliento:
“No enciendas la luz”.