Su mujer siempre se hacía esperar. Por suerte, los años habían enseñado a José a ser una persona paciente. Mirar al mar y pensar en la otra orilla o mantener una buena conversación con un viejo amigo eran sus formas preferidas de pasar el tiempo.
Una mañana luminosa, ella regresó. Adela apareció radiante, tan guapa como el día que se conocieron. José la abrazó. Cerró los ojos para concentrarse en el aroma de su pelo. No expresó ningún reproche por la espera, sólo había lugar para el amor en su ansiado reencuentro.
—Te quiero —dijo en cuanto deshicieron el abrazo. Enlazaron las manos y se miraron a los ojos.
De súbito, algo invisible tiró de Adela. José apretó las manos para sujetarla, pero la fuerza que parecía succionar a su mujer era enorme. El rostro joven de Adela comenzó a envejecer como si los segundos fueran años. Surgieron arrugas como cuchilladas en su piel, menguó ligeramente el tamaño de su cara pero no el de su nariz ni el de sus orejas que parecieron agrandarse, su pelo se crispó y brotaron racimos de canas como manantiales blancos entre sus cabellos. Los ojos, alegres unos segundos atrás, se tornaron vidriosos.
—¡No! —gritó ella con desesperación, pero su voz sonó ya lejana. Sus dedos se escapaban de los de José mientras la efímera alegría se tornaba terror. Como la espuma de un mar envuelto en la noche, Adela se desvaneció.
—Adela, ¿estás ahí? —pronunció una voz solemne.
Un frío súbito heló los corazones alrededor de la mesa. El puntero de madera de la ouija comenzó a temblar y se movió con violencia sobre el tablero hacia el SÍ.