Vuelvo del trabajo, me separan unos veinte kilómetros de mi casa. Carretera recta, sin curvas, algún tramo de esos que las partes bajas aprietan la garganta. Fuera hace frío, dentro la calefacción calienta mis entrañas.
Una jornada negra azabache. Todo ha salido mal, no es martes trece ni la sal se ha derramado ni la escalera es superstición. Un hedor extraño se ha adherido a las paredes de la fábrica. Los cartones no han salido a su tiempo. El ordenador se ha bloqueado y los gruñidos del gerente se han insertado en mi mente.
Las sienes me arden, recuerdo su mirada y sus aullidos.
Agarro el volante con fuerza. Intento el sosiego.
Mi aliento contrasta con el frío de fuera, se empañan los cristales. La niebla impide ver las líneas discontinuas. Las luces de los coches ciegan mis ojos, entro en pánico. Tiemblo, los dientes me producen dentera y mi imaginación sale de la realidad.
Tengo que detenerme.
Intermitente, freno de mano, paro.
Respiración entrecortada, respiro por la nariz, expulso por la boca. Calma. Lleno mi cuerpo y lo vacío al minuto.
Mareo, ganas de vomitar, me ahogo.
Abro la puerta. Salgo, portazo.
Frío hasta los huesos, niebla blanquecina, los brazos de los árboles paralizados, desnudos de hojas. Sus ojos me miran sin pestañear a través de la corteza.
Me muero de miedo, el miedo me mata.
Intento entrar en el coche, la puerta está cerrada. No encuentro las llaves. Palpo mis jeans, tiemblan de frío, inertes con forma de asiento buscan por el suelo.
De la nada aparece un destello. Las llaves siguen perdidas. Observo una luz entre los troncos, un mensaje en Morse desorienta mi mirada. Un susurro se convierte en escalofrío.
Me duele la tripa, arcadas, la garganta se inunda de bilis con acidez de vinagre, al final, vomito.
Un vahído me desestabiliza, no logro mantener el equilibrio.
El destello es cada vez más fuerte.
La niebla se apoderada de mi ropa y se convierte en mi segunda piel.
Siento su susurro en forma de aliento por toda mi espalda.
Oigo el rasguño de las hojas, unas pisadas fantasmagóricas. Mis tímpanos parecen audífonos elevados a su máxima potencia. Escuchan hasta el silencio.
No logro mantenerme en pie, de rodillas rezo.
Un aullido rompe el hilo del rosario, todas las cuentas se desvanecen en la alfombra del otoño.
El silencio me permite escuchar cada caída y las pisadas se acercan.
Me muero en vida, no logro dominar el último suspiro.
Como culebra me retuerzo en el suelo y entre las piedras, el llavero del crucifijo aparece.
Lo atrapo, abro la puerta, arranco, quito el freno de mano, meto las marchas, la primera, la segunda, me alejo.
Por el espejo observo una desquebrajada mano que me saluda, su cara dibuja una sonrisa de esas que nunca olvidaré.
Se despide con el mismo hedor que había en la fábrica.
Llego a casa, aparco y veo que del retrovisor cuelga el rosario con todas sus cuentas y un nudo hecho a mano.