Se asienta la densa bruma nocturna en el exterior del ventanal y a Héctor lo asalta un incontrolable temblor que le recorre el cuerpo. En mitad de la vaporosa espesura se materializa una mujer reconocible para él que se acerca con delicadeza y tamborilea sus uñas sobre el cristal que los separa. Héctor se embelesa en sus rasgos, en otros tiempos menos níveos y más lozanos, y sus labios se entreabren hasta dejar escapar su nombre cubriendo de vaho la ventana: «Laura».
«Ábreme, amor. Aquí fuera hace frío. Caliéntame en tus brazos, te lo ruego», responde al otro lado mientras se acerca a escasos centímetros. Pero sus ojos ya no son azules sino nacarados y bajo el labio superior asoman, amenazantes, las puntas de dos afilados colmillos. Su mortecino aliento no ha dejado rastro empañado en el vidrio y una diabólica sonrisa disfraza su ávida boca.
Héctor se abandona sobre su cama sollozando y maldice el día que viajaron a los Cárpatos, mientras aquella que un día fue su esposa araña el cristal, desesperada y sedienta de sangre, como sucede todas y cada una de las noches desde entonces.